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La zona Fantasma
Columna
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El artículo inútil

Está instalada la creencia de que la cultura es como el aire, por el que a nadie se cobra

Javier Marías

Hay columnas que no sabe uno para qué las escribe. No es que tenga confianza en que ninguna influya lo más mínimo, ni haga recapacitar a nadie, ni ayude a ver a los lectores algo desde un punto de vista que no habían adoptado. Pero a veces hay un hilo de esperanza: “Quizá haya alguien que esté de acuerdo, o que descubra que lo está”. Hay unas cuantas, en cambio, cuya absoluta inutilidad le consta a uno desde la primera línea, y esta es de esas. Si me molesto en hablar del asunto una vez más, es sobre todo porque no consigo entender la extraña convicción que se ha apoderado de nuestras sociedades, con la española en segundo lugar mundial (tras China, creo) en la práctica de la piratería cultural.

No sé. Desde niño, desde que empecé a ir al cine y a leer libros, el placer que me provocaban esas dos actividades (lo mismo que oír música) fue tan incomparable que mi primera e instintiva reacción fue la de agradecimiento a quienes me las proporcionaban. A quienes ideaban y hacían las películas y escribían las novelas y componían o interpretaban o cantaban, de Bach a Elvis Presley sin distinción. Ese sentimiento no me ha abandonado nunca, se me ha mantenido intacto hacia cada nuevo autor, actor, director o músico que me entusiasmara, y hoy lo he hecho extensivo a los responsables de las series de televisión que, mientras han durado o aún duran, me permiten pasar momentos extraordinarios de contento, emoción, diversión y saber: Los Soprano, El ala oeste de la Casa Blanca, Deadwood, Inspector Morse, Frasier o Juego de tronos, por no alargar la lista. Se puede decir que por toda esa gente haría cualquier cosa, me pondría a su disposición para lo que necesitara, procuraría facilitarle su tarea y animarla a proseguirla. Lo último que se me ocurriría sería perjudicarla, no digamos privarla de sus ganancias. Precisamente porque quiero más de lo que esas personas hacen o han hecho, deseo que tengan éxito y reconocimiento para que así puedan continuar deleitándome sin trabas ni cortapisas. Si me fuera posible retroceder en el tiempo, haría cuanto estuviese en mi mano para ayudar a Shakespeare y Cervantes y Montaigne, a Conrad y Henry James y Flaubert y Stevenson, a Dickens y Baudelaire y Lampedusa y Elio y Rilke, a Nabokov y Faulkner y Bernhard, también a Dumas y Dinesen y Rebecca West y Diderot y Sterne. De decenas de ellos compraría y regalaría sus obras una y otra vez, dentro de mis posibilidades; contribuiría a que pudieran vivir de su arte, para que siguieran cultivándolo y yo disfrutara de él. Iría a ver un montón de veces (bueno, eso hice mientras coincidí en el mundo con ellos) las películas de Ford y Hitchcock y Wilder, las de Ophuls y Rossellini y Peckinpah y Anthony Mann. Compré y sigo comprando cada disco de Dylan y Cohen y de muchos más. Mi gratitud hacia todos es infinita, como lo es hacia Rampal y Glenn Gould y Sviatoslav Richter y Leonhardt y Rostropovich y Casals y Janet Baker y Michelangeli y tantos otros genios musicales. Les deseé o les deseo todo el bien del mundo, también por mi propio interés.

De ese sentimiento parece quedar poco rastro en el mundo actual. A menudo nos encontramos justamente con lo contrario, el rencor. Rencor hacia quien “hace lo que le gusta y encima pretende cobrar por ello”. Rencor hacia “quienes se forran” con su talento, como si poseer talento debiera condenar a un individuo a malvivir. Como si algún artista obligara a nadie a consumir sus “productos”. La gente siempre ve, escucha, lee lo que le da la gana, con entera libertad. Y si hay muchas personas deseosas de ver, escuchar o leer a tal intérprete o autor, ¿qué sentido tiene que no se beneficien de ello quienes nos brindan el conocimiento y el placer? Y sin embargo está instalada –arraigada ya– la creencia de que todo eso ha de ser gratis. De que la cultura es como el aire, por el que a nadie se cobra (ya llegará); de que es una especie de “don natural” o “divino” que flota y al que todo el mundo tiene derecho … sin pagar. Leo en el suplemento New York Times de este diario que una tal Hana Beshara fundó un sitio web popularísimo para descargar películas y series de forma ilegal. En su mejor momento llegó a recibir 2,6 millones de visitas ¡diarias! Al cabo del tiempo fue detenida, y tras dieciséis meses en prisión, declara: “Nunca me arrepentiré”. La mayoría de los jóvenes y no tan jóvenes estadounidenses juzga la descarga ilegal una “minucia”, y su conciencia está tranquilísima. No les importa que Kim Dotcom, el jefe de Megaupload, se hiciera multimillonario con el trabajo de otros; al contrario, adoran al presunto delincuente y explotador, el agradecimiento lo reservan para él. Eso en los Estados Unidos, que, a diferencia de España, no es (todavía) un país de ladrones redomados y vocacionales que consideran que todo les es debido, más o menos como Blesa, Rato, Barcoj y demás usuarios de las tarjetas sin fondo de Caja Madrid y Bankia. Esos mismos jóvenes se indignan cuando sus compañeros utilizan sus trabajos sin permiso, pero no son capaces de advertir la contradicción. Es como si tuvieran interiorizada la siguiente, egoísta y pueril idea: “No hay nada malo en coger lo ajeno, salvo si me lo cogen a mí. A mí no, ¿eh?” Qué se puede hacer ante semejante mentalidad, extendida y ufana, cuando no cargada de razón con “argumentos” tan demagógicos como peregrinos y reaccionarios. Nada. Ya lo dije al comenzar: no sé a santo de qué escribo este artículo.

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