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el pulso
Columna
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Volver al pueblo no es sólo una ficción

Cada vez hay más personas que se animan a dejar los grandes núcleos urbanos para refugiarse en la naturaleza

Calle de Jánovas, en Huesca.
Calle de Jánovas, en Huesca.José A. Bernat Bacete (Getty)

Dichoso aquél que existe lejos de los negocios, / gasta su tiempo en trabajar la tierra, / libre de toda deuda y con sus propios bueyes; / que evita la ciudad / y los palacios de los poderosos”, escribió el poeta latino Horacio, creando con esos versos el famoso beatus ille, la aspiración a una existencia pacífica y retirada que en España explicó, mejor que nadie, fray Luis de León: “¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido, / y sigue la escondida / senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”. Hoy en día, no se sabe bien si porque el Renacimiento vuelve a estar de moda o porque toda crisis es un camino de vuelta, cada vez hay más personas que se animan a dejar los grandes núcleos urbanos para refugiarse en la naturaleza, algunas huyendo de la contaminación o el estrés y casi todas, de la falta de trabajo. La tentación de una existencia sana y el recurso del autoabastecimiento son dos buenas razones para echar a andar en dirección contraria a nosotros mismos y escapar de las ruinas del boom inmobiliario.

El éxodo es fácil en nuestro país, donde hay más de tres mil pueblos abandonados. Algunos los resucitan personas que buscan una segunda oportunidad o un cambio de aires; otros, se adquieren como inversión, generalmente a precio de saldo y por parte de ciudadanos extranjeros. No hay nada más que dejarse caer en la Red para comprobar el número de páginas que los ofrecen por cantidades que van desde los 60.000 euros a algo más de dos millones. Tronceda, en Orense; Lacasta, en Zaragoza; Velilla, en La Rioja; Solanell, en Lleida, o Matavenero, en León, son comunidades que han regresado del más allá gracias a sus repobladores. Otras se han convertido en municipios especializados: Valdelavilla, en Soria, tras pasar más de cuatro décadas vacío, fue colonizado por un grupo de profesores de idiomas que han hecho de él la primera localidad de España donde el idioma oficial es el inglés. Isín, en Huesca, ha resurgido de sus cenizas para adaptarse a las necesidades de las personas discapacitadas que lo habitan. Y El Fonoll, en Tarragona, es una aldea nudista. Finalmente, cómo no citar otro fenómeno llamativo, el de las caravanas de mujeres –salido de una película de William Wellman– que lleva a cabo Asocamu, una organización con cientos de afiliadas que monta fiestas de solteras en zonas en peligro de extinción y que fue creada, según sus propias bases, “para promover la repoblación rural.”

Todo lo que ocurre fuera de los libros termina dentro de ellos, y este asunto no es una excepción, de forma que en la literatura española también empieza a asomar un cierto neorruralismo: lo que en su época hicieron Miguel Delibes en la novela o Claudio Rodríguez en sus primeros libros de poemas, sobre todo en El don de la ebriedad; o más adelante Julio Llamazares y Manuel Rivas, entre otros, lo continúan ahora Jesús Carrasco, que ha logrado atraer a muchos lectores con su primera obra, Intemperie, en la que recuperaba no sólo el paisaje agrícola, sino también su vocabulario; o Lara Moreno, que cuenta en Por si se va la luz una historia de personajes hastiados de la ciudad que se refugian en un pueblo de sólo tres habitantes. Son dos ejemplos sobresalientes y, además, un indicio de que algo está pasando en estas sociedades que, de pronto, parecen haberse dado cuenta de que existe un futuro en algunas de las cosas que dejaron atrás.

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