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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La metamorfosis

Cuando nos miramos al espejo de las noticias resulta que las malas te están tocando a ti

Juan Cruz

Esa historia de Franz Kafka, La metamorfosis, cruza como un fantasma viscoso el siglo XX. Es una metáfora de lo que nos sucede.

Es una sombra que va desde el propio Kafka a Juan Carlos Onetti y Augusto Monterroso y llega hasta Muñoz Molina, Llamazares o Millás, en términos literarios. Pero en términos vitales, que es de lo que trata la literatura, abarca las obsesiones de un periodo oscuro de la historia.

Oscuro como la tumba y oscuro como un enorme insecto, esa piel tomentosa en que se convierte un hombre en el instante en que se incorpora en la cama. Fue Kafka también el que dijo, con las mismas razones que adujo para escribir ese cuento imperecedero, que “despertar es el momento más arriesgado del día”.

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Esa literatura atraviesa las obsesiones (y el ritmo) de Cien años de soledad, el relato fantástico que sobre la realidad escribió García Márquez, y habita como un puño cerrado (y terrible) en la metáfora más breve de la escritura hispanoamericana, el cuento de Monterroso.

Está ese personaje kafkiano en La peste de Camus, en La náusea de Sartre, está en el Godot que esperan los personajes de Beckett y hoy está tan de actualidad, es tan certera y terrible la adivinación de Kafka, que también lo vemos en nuestros barrios, en el pavor de la gente, en el miedo de los niños, en la guerra larvada (o real) que vivimos contra lo incomprensible.

Lo que pasa en África con el ébola, lo que pasa aquí, nos retrotrae a otros dinosaurios viscosos, como el sida

La gente se pregunta (ahora más, cuando ven su cama en la exposición que el Centro de Arte Moderno ha abierto en la Casa de América) por qué Onetti se pasó una década acostado, como otros personajes (reales) de Caballero Bonald. Pues probablemente porque encima estaba (sobre él, sobre Jean Paul Sartre, sobre Samuel Beckett, sobre Francis Bacon, que vivió tachándose en un enorme cubo de la basura) la certeza de que salir de la cama lo iba a conducir a una pesadilla como la que cuenta Kafka.

Ahora nos estamos despertando cada día, en el mundo, en España, con fantasmas reales que se parecen, en su naturaleza incomprensible, a aquel personaje de pesadilla.

Lo que pasa con las pesadillas es que parece que no se van a cumplir; así pues, se siente que las historias inventadas por los escritores nunca van a tener efecto en nuestras vidas, del mismo modo que creemos que nuestras pesadillas se van a resolver en un grito y nada.

Lo que pasa ahora (lo reflejaba aquí Vargas Llosa en su artículo Las guerras del fin del mundo) es que las pesadillas son de carne y hueso y también de metralla vendida a los pobres por los ricos para que los pobres sufran aún más y mueran matándose.

A esas guerras tremendas se unen las guerras que el azar natural (y culpable) hace verter sobre el ciudadano que no se despierta para ir a ninguna guerra y que se siente tan extraño como Samsa. Lo que pasa en África con el ébola, lo que pasa aquí con el mismo drama, nos retrotrae a otros dinosaurios viscosos, como el sida, como las restantes pestes. Despertamos, pensamos que no nos va a pasar lo que ya nos está pasando; nos damos la vuelta en la cama y cuando nos miramos al espejo de las noticias resulta que las malas noticias te están tocando a ti.

En esas estamos, y estamos tristes, como Samsa o como Monterroso.

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