Elogio de la exmujer
Si nuestras democracias no fueran tan imperfectas todavía, deberían incluir entre sus reglamentaciones la obligación de todo gobernante, o aspirante serio, de divorciarse cada tanto
Cuando una mujer pasa de ser mi mujer a ser una mujer, es probable que termine siendo esa mujer. Y todo por convertirse en ex: para muchos hombres –sobre todo los públicos– no hay mayor peligro que su mujer vuelta exmujer.
Los ejemplos abundan. Una mujer que los medios definen como exnovia de Jordi Pujol Ferrusola se pasea por los juzgados contando trapicheos con bolsas de dinero y hunde más todavía la causa de su ex, ahora expolítico, y con ella, dicen muchos, la de millones de catalanes. Una exmujer del futuro exvicepresidente de la Argentina, Amado Boudou, lo denuncia porque falsificó la documentación de su coche –para excluirlo del reparto de bienes– y, en la opinión pública, el exfuturo pasa de ladrón de guante blanco a ratero de cuarta. En síntesis: el ritmo político de mis dos países viene marcado, estas últimas semanas, por el canto de las exmujeres. Y el modelo se repite en todas partes.
La exmujer es el arma más letal: poder de la pasión cuando se vuelve piedra. La exmujer suele ser la mujer abandonada: machos alfa borrachos de soberbia que creen que pueden tirar a su señora por la borda y ella no va a hacer sino extrañarlo mientras borda calceta y se enjuga las lágrimas. En cambio grita, revela, se rebela.
La exmujer sabe. La exmujer participó de los secretos: a veces porque su exhombre, maleable, confiado en el futuro, se los contó como una prueba de su amor; otras porque ella misma, dura, desconfiada, los buscó como una garantía de su supervivencia; otras, por fin, porque fue cómplice. En cualquier caso, la exmujer sabe lo que su exhombre tenía que ocultar –y, en general, está dispuesta a divulgarlo.
En un mundo donde los programas políticos de unos y otros se confunden, donde el criterio más usado para juzgar la acción de un partido parece ser la tasa de pillaje de sus funcionarios, la corrupción se ha transformado en la vara que todo lo mide: tres cuartos de la discusión política consisten en debatir quién roba qué.
Para saberlo, se supone, el periodismo. Sabemos: las investigaciones periodísticas consisten, en su gran mayoría, en recibir de un excamarada, aliado o socio del fulano en cuestión los soplos y los papeles que prueban que ese antes amigo ahora enemigo hizo tal o hizo cual. La exmujer es el caso perfecto: su saber, sus rencores, la convierten en la forma más clara de llegar al corazón de ciertos hombres –cual puñal afilado– y echarlos de su paraíso –que suele ser fiscal. La exmujer se ha transformado en el mejor aliado de la transparencia democrática.
Su amenaza pende. Por eso, ahora, quien emprenda una carrera política debería plantearse seriamente la posibilidad de elegir una de dos: o casar hasta que la muerte lo separe o no mezclarse. Por algo la Iglesia de Roma, siempre tan sabia en materia de conspiraciones y de patrimonios, teme como la peste el matrimonio de los suyos y obliga a sus políticos al celibato estricto –o al menos aparente.
Mientras, para los más débiles, los que cayeron en la trampa habitual, la mujer –potencial exmujer– acecha, es el peligro. Pero se sabe: peligro para algunos, panacea para otros. Si nuestras democracias no fueran tan precarias, tan imperfectas todavía, deberían incluir entre sus reglamentaciones la obligación, para todo gobernante o aspirante serio, de divorciarse cada tanto. Si su ex, en ese trance, no dijera nada, su probidad quedaría demostrada: habría superado la prueba de la exmujer, la máxima ordalía.
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