Costa Rica enseña a Estados Unidos a vivir más y mejor
El investigador Dan Buettner busca el secreto de los lugares con más esperanza de vida
Una pequeña región de Costa Rica esconde valiosas lecciones para mejorar la salud de los estadounidenses como no ha logrado hacerlo nadie hasta ahora. En la península de Nicoya viven muchos de los habitantes centenarios del país caribeño, que invierte en sanidad siete veces menos por habitante que el país más rico del mundo y, en términos relativos, es el segundo con personas mayores de 100 años, solo por detrás de Japón. El investigador Dan Buettner se asoció con National Geographic para descubrir el secreto de lugares como la región costarricense, dado que el misterio de una vida larga y sana, parece no estar solo en la calidad de los hospitales o la preparación de los médicos.
La esperanza de vida en Estados Unidos sigue atascada por debajo de la media de los países de la OCDE, situada en los 80,1. En la actualidad es de 78,7 años, según el último informe de la organización, lo que sitúa a la primera potencia económica del mundo en el puesto número 26 en el índice de esperanza de vida de los países desarrollados, con una media de 76 años para los hombres y 81 para las mujeres, y además se ha estancado en los últimos años.
El país cuenta con uno de los sistemas sanitarios más avanzados del mundo (que no de los más equitativos), pero los datos sobre la salud de la población ponen en duda su efectividad. Buettner quiere ahora copiar modelos como el de Nicoya, cambiando el american way of life y lograr que los ciudadanos sumen años y calidad de vida. Desde hace una década estudia las comunidades más sanas y longevas del mundo, retratadas en la obra Blue Zones.
Buettner descubrió que en las comunidades con mayor esperanza de vida no fuman, apenas comen carne, los ciudadanos caminan a todas partes y se relacionan socialmente casi a diario —en comparación, en EE UU una de cada cinco personas asegura sentirse sola—. El auténtico reto fue aplicarlo en Estados Unidos. El experto no confía en los cambios individuales. “Es difícil variar el comportamiento de las personas cuando el entorno sigue siendo el mismo”, afirma en una entrevista para EL PAÍS.
El proyecto 'Blue Zones' busca exportar a EE UU modelos de vida más saludables
En una sociedad donde más de un tercio de los ciudadanos padece obesidad y uno de cada tres miembros de la tercera edad padece Alzheimer, Buettner quiere cambiar el rumbo para lograr que las próximas generaciones vivan más y mejor. Su respuesta es un proyecto para reinventar las ciudades para que funcionen a favor y no en contra de la salud de sus habitantes. Y la fórmula consiste en una combinación de cambios legislativos y participación ciudadana.
Su Proyecto Blue Zones hereda el nombre de las líneas azules con las que el equipo de Buettner demarcó las zonas del mundo donde la población vivía más tiempo y disfrutaba de mejor salud. Hoy está dispuesto a dibujar esas mismas burbujas en Estados Unidos. En Iowa, Los Ángeles, Hawai o Nueva York, hasta 17 ciudades han respondido ya a un desafío que pretende dar una respuesta distinta a los desorbitados costes económicos y de salud que arrastran las familias norteamericanas.
“Centrarse únicamente en la modificación del comportamiento de los ciudadanos no sirve”, dice Buettner, inspirado por experiencias como la de Finlandia, que en 30 años ha logrado reducir las enfermedades cardiovasculares en un 80%. El reto en estadounidense es convencer a la población de un planteamiento totalmente contrario a la cultura vigente. “No hay un solo factor que determine que vas a vivir más años o más sano”. Sin embargo, Buettner estaba dispuesto a encontrar las variables que sí contribuyen a nuestra salud.
Un informe de la OMS en 2000 reveló que en Okinawa, Japón, se encontraba el grupo de población más longevo y con menor tasa de enfermedad del mundo. “La genética no explicaba por qué vivían tantos años y tan sanos”, explica Buettner. Durante tres años, estudiaron esta comunidad japonesa y otros lugares del mundo donde la gente “se olvidaba de morir”, como le dijo una de las habitantes de Salinus, en Cerdeña. También visitaron Nicoya, en Costa Rica; Icaria, en Grecia, y Loma Linda, en California.
El equipo de Buettner descubrió que los habitantes de estos lugares tenían en común cinco hábitos fácilmente adaptables a otras comunidades: no fuman, realizan actividades físicas con regularidad, tienen relaciones sociales estables, así como un núcleo familiar unido, y su dieta está basada en vegetales. En Salinus practican dos cosas más: beben vino tinto y las mujeres están a cargo de la economía familiar. En Okinawa evitan las prisas y no llevan a cabo ninguna actividad sin un propósito claro.
EE UU cuenta con uno de los sistemas sanitarios más avanzados del mundo, pero su efectivida es dudosa
En EE UU, sin embargo, donde la industria de las dietas alimenticias mueve 60.000 millones de dólares al año y la de los gimnasios otros 20.000 millones, ningún remedio ha logrado reducir la tasa de obesidad en el país, cambiar sus hábitos culinarios, recortar la incidencia de las enfermedades cardiovasculares o impulsar una nueva cultura saludable entre las generaciones más jóvenes.
Buettner defiende que el éxito no radica en cambiar únicamente el comportamiento o los hábitos de los ciudadanos, sino que hay que combinarlo con una modificación del entorno. “Debemos abordar desde la legislación hasta el diseño de las calles, las escuelas, sus interacciones con otras personas o el tipo de trabajo”, dice el experto.
Según datos recabados por esta iniciativa, en 1970 el 40% de los niños estadounidenses caminaba a la escuela. Hoy son menos del 12%. En las localidades que participan en Blue Zones, los centros educativos han sustituido las rutas de autobús escolar por grupos de estudiantes que, casa por casa, van recogiendo y acompañando a sus compañeros hasta el colegio. Otros ayuntamientos han abandonado planes para construir carreteras y diseñar a cambio kilómetros para recorridos a pie y en bicicleta.
“Tomamos más de 250 decisiones al día relacionadas con la comida, pero apenas el 20% son conscientes”, explica. “¿Cómo podemos hacer que cada una de esas decisiones sea la mejor para nuestra salud?” La respuesta de Buettner es reducir al máximo el margen que queda al azar, con un ecosistema saludable que convierta “la elección más saludable en la más sencilla”.
“En todas las comunidades encontramos que la mayoría de sus miembros caminaba al trabajo, a la iglesia o al supermercado. Algunos de ellos cuidan de su propio huerto, los alimentos más baratos son verduras frescas, y todos estaban conectados con la comunidad”, explica el experto. “Sabemos que la soledad puede ser tan dañina como fumar”.
La introducción de ese “ecosistema” en EE UU supone cambiar leyes y tradiciones profundamente arraigadas en su cultura. Buettner asegura que han identificado 40 normativas específicas que pueden ser aprobadas en el ámbito local para impulsar estos cambios, como financiar kilómetros de aceras en vez de construir nuevas carreteras o que los restaurantes, uno a uno, cambien el diseño de los menús, reduciendo el número de opciones poco sanas.
Las comunidades con mayor esperanza de vida no fuman, apenas comen carne, los ciudadanos caminan a todas partes y se relacionan socialmente casi a diario
De momento, los resultados le acompañan. En el último año, la localidad de Hampton, en Nueva York, ha reducido en un 38% la tasa de obesidad. En San Luis Obispo, California, ha descendido un 13%, mientras que en las localidades participantes en Iowa el gasto sanitario se ha reducido un 40% en solo dos años. Más de 1.200 pequeñas y medianas empresas y 120 escuelas de todo el país se han sumado al proyecto, así como 120.000 ciudadanos que lo han respaldado de manera individual.
Las iniciativas como el Proyecto Blue Zones cuentan en este momento con un importante respaldo institucional que llega desde la Casa Blanca. El huerto orgánico de la primera dama es más que un símbolo, el rostro fotogénico de un proyecto presidencial para multiplicar el número de supermercados a los que tienen acceso los ciudadanos —y sin depender de un vehículo para llegar a ellos— o la modificación de los menús escolares para añadir una mayor proporción de frutas y verduras.
Buettner reconoce que la Casa Blanca no tiene el poder de implementar todos estos cambios a nivel local, pero sí de cambiar la conversación y ponerla a su favor. “El mayor beneficio de la reforma sanitaria es que convierte la prevención en protagonista, en vez de centrarse sólo en la curación”, dice Buettner. “Es un ejemplo más de que al cambiar el ecosistema, las leyes, las dietas y los hábitos, podemos crear modelos mucho más saludables”.
Pero lejos del Capitolio y de las asambleas estatales, el verdadero obstáculo está en la filosofía estadounidense. El equipo de Buettner, como tantas iniciativas que abordaron antes este desafío, ha topado con comunidades preocupadas de que cualquier cambio a sus tradiciones suponga un atentado contra las libertades individuales y un sistema económico que rechaza la filosofía de la prevención.
“El ciclo político hace aún más complicado que los legisladores quieran invertir en algo que no van a cosechar antes de las próximas elecciones”, dice el experto. “Una enfermedad crónica tarda 10 o 20 años en desarrollarse, es difícil que quieran apostar por estas soluciones cuando los resultados van a tardar lo mismo”. Pero este investigador y emprendedor asegura que los avances, aunque lentos, indican que está en el camino indicado. “Se trata del primer paso, si estuviéramos estudiando nos encontraríamos en nuestro primer año de colegio, pero por lo menos que estamos en la escuela correcta”, asegura. “Sabemos que simplemente nos queda un largo camino hasta que nos licenciemos”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.