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EL PULSO
Columna
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Kafka podría haber sido castizo

El tío del escritor nunca atendió las plegarias de su sobrino para vivir en Madrid

El tío Alfred.
El tío Alfred.

Vendrá de noche, con sus orejas sobresalientes y las mejillas hundidas, sin avisar, como una enfermedad, como llega la muerte”. Ese es el mantra que repite un personaje de ficción llamado Alfredo Loewy en un relato de Juan E. Zúñiga. El personaje en la realidad es el tío de Franz Kafka: “El tío de Madrid”. Alguien que podría haber cambiado la vida del joven escritor y, sin sospecharlo, la historia de la literatura.

¿Hubiera escrito el joven Franz en el Madrid galdosiano –en aquella ciudad de cafés, toros, sicalípticas y verbenas– de manera kafkiana? Lo dudamos. Damos gracias al madrileñizado Alfredo, que nunca atendiera las plegarias de su sobrino para vivir en Madrid. Gracias a su independencia, su egoísmo y deseos de esconder su nueva vida, su nueva personalidad, nos libramos de un Kafka castizo amigo de Arniches, de Camba o de Ortega. Mejor. Cada uno en su castillo.

¿Quién era el tío Alfred? Es posible que se pareciera a ese temeroso y maduro burgués que defendía sus amores secretos y sus cambios de vida, religión y gustos culinarios; a ese que se atormenta imaginando la llegada del sobrino a la estación de Delicias. En la ficción se obsesiona con la idea de encontrar en la puerta de su casa en la calle Mayor al sobrino con sus cejas, sus trajes negros, su delgadez, sus deseos de ser escritor y su judaísmo. En la realidad, lo impidió.

Alfred primogénito de la familia Loewy, hijo de un cervecero de Bohemia, pronto decidió una vida diferente. La encantadora Praga se quedaba pequeña después de conocer París. El tío de Madrid, mitificado y querido por el joven soñador, desde 1895 era el director de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Cáceres y Portugal y del oeste de España. Cenas en Lhardy, noches de teatros y de amores con alegres madrileñas. Cosmopolita, burgués, viajero y muy considerado en el Madrid de principios de siglo. Miembro de la primera comisión de promoción del turismo nacional, en compañía del marqués de Valdeiglesias, el duque de Santo Mauro o Menéndez y Pelayo. Ha olvidado la sinagoga y el Talmud.

Disimula sus orígenes aunque mantiene gran cariño por su hermana y especial simpatía por ese sobrino solitario. Se reconoce en ese soñador con otros mundos. Ya en el verano de 1902 le pide a Franz que le “llevara a cualquier parte donde pudiera empezar con nuevos ánimos”. A su amigo Max Brod le incita a que aprendan español o portugués que les esperan sitios “exóticos”: Madrid o las Azores. El tío Alfred le consigue el primer trabajo en Asucurazioni Generali en Praga, lejos de Madrid.

El tío vivió en un mundo donde Kafka no tenía sitio. Siempre vivió, lejos de la familia y cerca de su vida elegida, hasta el día de su muerte. En una esquela del Abc, del 1 de marzo de 1923, su director espiritual, los Consejos de Administración de Ferrocarriles y la Mutualidad Española, “sus hermanos, sobrinos y demás parientes (ausentes)” suplican encomendar su alma a Dios después de haber recibido los auxilios espirituales. Nada se dice de su última amiga.

Y allí sigue en modesto nicho del recoleto cementerio de la Sacramental de Santa María, en la soledad de su tumba, sin ningún recuerdo, sin flores, sin visitas. Sin nadie que sepa que Alfredo Loewy y Porgés, checo y madrileño, fue tío de Madrid. Al año siguiente, soltero, pesando 43 kilos y después de haber visto un búho en la ventana, muere de tuberculosis el sobrino. Su cuerpo descansa en el cementerio judío de Praga. Pidió que quemaran sus escritos. Tampoco entonces le hicieron caso. Poco antes de morir escribió: “Una jaula fue en busca de un ave”.

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