Erdogan contra Erdogan
El próximo día 10 los ciudadanos turcos van a elegir nuevo presidente. Si triunfara el actual jefe de Gobierno, el favorito indiscutible, ¿volverá a acercar a su país a Europa o contribuirá a crisparlo aún más?
Las elecciones presidenciales del 10 de agosto en Turquía tienen un nombre propio: Recep Tayyip Erdogan, y una novedad decisiva: tras una modificación constitucional, los turcos escogerán a su presidente por sufragio directo. Más que una elección entre tres candidatos (Erdogan, Ihansoglu y Demirtas), estos comicios parecen un plebiscito sobre el liderazgo de quien ha sido primer ministro desde el año 2003.
Erdogan ha avisado que no quiere ser un presidente al uso, que se contente con el papel de árbitro de la vida política y el ejercicio de las más altas funciones de representación del Estado. Si lo quisiera ser, no tiene el perfil adecuado ya que entre sus cualidades no está ni la de generar amplios consensos ni la de usar un tono conciliador con sus adversarios. Erdogan polariza, no deja a nadie indiferente, o se le venera o se le detesta, y esto puede traducirse en un alto nivel de participación en estos comicios.
Hasta hoy se consideraba a Turquía un sistema parlamentario. No obstante, con la elección directa del presidente evolucionará hacia un modelo semipresidencial. Y más todavía si Erdogan gana las elecciones. Ya ha anunciado que piensa aprovechar todas las competencias previstas en la Constitución, entre las cuales está la posibilidad de presidir y convocar consejos de gobierno. En la práctica, eso implicaría dirigir desde el palacio presidencial la acción de gobierno, apoyándose probablemente en un primer ministro leal. De hecho, Erdogan querría ir más lejos y aprobar, si consigue una amplia mayoría en las elecciones legislativas de 2015, una nueva Constitución que tienda hacia un modelo presidencialista. A medio plazo, Erdogan no oculta el sueño de seguir en el cargo para cuando Turquía celebre el centenario de la creación de la República, en 2023. Si lo consigue, habrá estado en la primera línea política durante treinta años.
El primer cargo importante de Erdogan fue como alcalde de Estambul, entre 1994 y 1998, en las filas de un partido islamista, el Partido del Bienestar. Se vio obligado por la justicia a dejar el cargo por haber recitado un poema que decía así: “Las mezquitas son nuestros cuarteles, sus cúpulas nuestros escudos, sus minaretes nuestras bayonetas y quienes tienen fe, nuestros soldados”. La lectura de estas líneas se produjo tras el “golpe de Estado blando” en que el ejército, sin sacar los tanques a las calles, hizo caer el Gobierno de coalición liderado por el ya fallecido Necmettin Erbakan y consiguió ilegalizar el Partido del Bienestar. Este episodio explica, en buena medida, la desconfianza de Erdogan hacia la justicia y su voluntad de someter las Fuerzas Armadas a la autoridad civil.
En su primera etapa como primer ministro, hubo notables avances en materia democrática
Erdogan volvió a la primera línea en 2002, si es que alguna vez la dejó. En noviembre de ese año, las elecciones legislativas supusieron un varapalo para los tres partidos que habían gobernado el país en la anterior legislatura y que sufrieron el desgaste de una desastrosa crisis económica y de todo tipo de escándalos. Pasaron de tener 350 escaños a quedarse sin representación parlamentaria. El principal beneficiario de este terremoto electoral fue una nueva fuerza política, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, en sus siglas turcas), creado por cuadros del ilegalizado Partido del Bienestar como el propio Erdogan. Esta formación consiguió una confortable mayoría parlamentaria a pesar de haber obtenido sólo el 35% de los votos. Erdogan no pudo ser elegido diputado porque todavía pesaba sobre él la condena de inhabilitación para ejercer responsabilidades públicas. Pero tras una modificación legal y unas elecciones parciales en la ciudad de Siirt, consiguió el escaño y ser nombrado primer ministro en marzo de 2003.
Empezaba así la fase de Erdogan como primer ministro. Al hacer balance de estos 11 años como jefe de Gobierno es habitual distinguir dos etapas. La primera se caracterizó por notables avances en materia democrática. Estas reformas permitieron a Turquía acercarse a la Unión Europea y en 2004 la Comisión consideró que el país cumplía satisfactoriamente los criterios políticos necesarios para iniciar, un año después, las negociaciones de adhesión. Durante este periodo, Erdogan contó con el respaldo de sectores liberales, huérfanos de representación política, que veían en el AKP un aliado para reducir el poder de las Fuerzas Armadas en la vida pública, pasar página a un nacionalismo de Estado excluyente y priorizar los derechos y libertades individuales. Los primeros años de gobierno coincidieron con una fase de expansión económica, con niveles de crecimiento del PIB de hasta el 8%, algo que sólo países como China podían conseguir. En paralelo, Turquía aumentaba su presencia diplomática y comercial, especialmente en los países vecinos.
La segunda etapa empezaría en 2011, año en que Erdogan consiguió, por tercera vez, una amplia mayoría absoluta, esta vez rozando el 50% de los votos. Algunos analistas, no obstante, sitúan el cambio de ciclo algunos años antes. Esta segunda etapa se caracteriza por un Erdogan que se siente respaldado por la población, que es hostil a cualquier tipo de crítica y que percibe cualquier ataque como parte de una conspiración a gran escala contra él. En consecuencia, el clima político, especialmente durante el último año y medio, se ha ido crispando, las crisis políticas se han hecho más frecuentes, a Erdogan le han llovido acusaciones de limitar derechos y libertades y ha roto con antiguos aliados.
Las protestas de Gezi, entre mayo y junio de 2013, escenifican este aumento de la tensión política y social. Empezaron con una acción reivindicativa contra la destrucción de un parque del centro de Estambul pero en las protestas posteriores acabaron confluyendo grupos políticos y sociales muy diversos aunque unidos por su rechazo al Gobierno. En diciembre de ese año estallaba un escándalo de corrupción que presuntamente afectaría a altos cargos y familiares del AKP y del que Erdogan se ha defendido achacándolo a una maniobra conspirativa. En marzo de 2014 Turquía volvía a atraer la atención mediática internacional al prohibir, durante dos semanas, el uso de Twitter. En mayo, un desgraciado accidente minero en Soma volvía a crispar los ánimos, con acusaciones de la oposición de negligencia por parte del Gobierno y de falta de empatía hacia las víctimas.
En la segunda, le acusaron de limitar derechos y libertades y rompió
con sus aliados
En política exterior esta segunda etapa también ha sido convulsa. Turquía se ha significado en su apoyo a la oposición siria, ha condenado de forma vehemente el golpe de Estado en Egipto y sigue con preocupación el caos en Irak, con desafíos como el secuestro en Mosul de 49 ciudadanos turcos, entre ellos el cónsul, por parte del Ejército islámico. Las relaciones con Israel siguen dañadas, con Estados Unidos se han enfriado y las negociaciones de adhesión con la UE están en estado de coma inducido.
Erdogan ha demostrado una gran capacidad de supervivencia a todo tipo de crisis y en estas elecciones jugará con tres cartas. La primera es la económica, prometiendo crecimiento económico, grandes infraestructuras y nuevas oportunidades de consumo. La segunda carta es la del proceso de paz con el PKK, con la promesa de poner fin, de forma definitiva, a décadas de violencia y, de paso, aumentar el apoyo entre el electorado kurdo. La tercera, y quizás la más importante, consiste en asociar su persona al país, dejando a entender que quienes quieren que él fracase es porque quieren que Turquía también lo haga.
En las elecciones presidenciales de agosto de 2014, Turquía escogerá un nuevo presidente. Lo más probable es que el vencedor sea Recep Tayyip Erdogan. Si se confirman estos pronósticos será él quien tenga que decidir qué tipo de presidente quiere ser. ¿Querrá parecerse al Erdogan que como primer ministro hizo grandes reformas, sometió el ejército al poder civil, acercó su país a la UE y convirtió Turquía en un actor internacional imprescindible? ¿O, por el contrario, querrá contribuir a polarizar todavía más a la sociedad turca, limitando derechos, escudándose tras la acusación de ser víctima de una conspiración y deteriorando la imagen internacional del país?
Eduard Soler i Lecha es coordinador de investigación del CIDOB (Barcelona Centre for International Affairs).
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