El golfista que ama la vida
Miguel Ángel Jiménez es adorado fuera de España. Su filosofía de vida representa una descarga eléctrica en un deporte clásico
¡Pepón, ponme colesterol!”. Los pocos hombres que se acodan en la barra de la cafetería Casa Paco no necesitan apartar la vista del desayuno para saber quién ha llegado. Sobre el ruido de los coches que bordean este popular establecimiento, pegado a la carretera de Málaga a Torremolinos, se eleva la voz de Miguel Ángel Jiménez. Tan inconfundible como su imagen. El BMW gris está aparcado en la puerta. De él baja el Pisha con el pelo suelto, vestido con un traje oscuro, y con hambre. Es un día especial porque inaugura la casa club de la escuela municipal de golf que lleva su nombre en Torremolinos.
Jiménez saluda a Baldomero, el dueño del pequeño estanco, a la entrada de la cafetería, en el que compra esos puros que le retratan tanto como su coleta. Luego pide a Pepón el tentempié habitual: “Un mollete de chorizo, un café y un zumo”. En el bolsillo acaricia el Cohiba Siglo VI que se muere por encender.
La prensa estadounidense le bautizó en el pasado Masters de Augusta como “el golfista más interesante del mundo”. Jiménez fue cuarto. Entre jugadores a los que dobla la edad, el andaluz hizo preguntarse otra vez por el secreto de su eterna juventud. A los 50 años, es el ganador más veterano en el circuito europeo, ha logrado 14 de sus 21 títulos cumplidos los 40 y a partir del próximo jueves puja en el Open Británico por lograr su primer grande y destrozar otra marca de longevidad. Récords aparte, su figura encandila por su manera de entender la vida y el juego. Miguel lleva escrito el carpe diem en el alma y esa filosofía vital de paladear cada segundo de existencia la ha transmitido a un deporte en el que los resultados tienen mucha conexión con la felicidad.
Podría decirse que hay dos Jiménez. El puro, la coleta, el rioja, las hebillas grandes y el Ferrari Maranello de 1999 son lo que viste al personaje. Es lo que se ve de él, lo que vende porque le hace diferente a todos los demás golfistas, por lo general cortados por un patrón similar, que dicen lo mismo y visten igual. Jiménez es la nota discordante, el macarra, el abuelo rebelde que rompe los esquemas. Pero hay otro Jiménez sin el cual el primero no existiría. Detrás del puro anida un hombre forjado en el sacrificio. En verdad, para saber quién es Miguel Ángel Jiménez hay que volver a sus orígenes. Así que una vez ha dado cuenta del mollete, mientras se envuelve placentero en las volutas del cohiba, rememora…
Olazábal, campeón de dos Masters: “Ha roto moldes y cánones. Tiene una actitud maravillosa y una confianza en sí mismo desbordante”
Churriana, 1964. “Fui el quinto de siete hermanos, todos chicos. Mi padre era albañil. Recuerdo una vida sencilla, en un pueblo con las calles sin asfaltar. En casa éramos muchas bocas y había que ayudar. Yo daba de comer a los conejos y las gallinas, salía al campo a recoger hierbas y cabos [de las cañas de azúcar] para las vacas. Era todo campo. Mi primer trabajo fue en un taller. Limpiaba y lijaba los coches. Con 14 años iba los fines de semana al campo de golf a sacarme unas perrillas haciendo de caddie…”. El golf. Ya nada fue lo mismo. Había pisado por primera vez un campo, en Torrequebrada, de la mano de su hermano Juan, El Pecas. Y aquel niño descubrió otro mundo. “Veía que mi hermano les llevaba la bolsa de palos a los clientes, ponía la mano y le pagaban. Era dinero para ayudar a los padres. Y empecé yo también. Me pagaban 200 pesetas por hacer de caddie. El golf no me había atraído hasta entonces. En el colegio practicaba voleibol. Pero empecé a ver cómo jugaban y a imitarles. Enseguida me gustó, me enamoré del golf. Así aprendí, solo, mirando. Yo era un niño que crecía en el campo. No veía más allá, así que no podía aspirar a otra cosa. Veía a mi padre albañil, cojo por un accidente, y para mí no había otra cosa que dar de comer a los animales y jugar a las canicas. En ese entorno no avanzabas más porque no veías más. Mi mente no iba más allá de lo que tenía delante. Con el golf vi que había otra vida”.
Fue en el Open de España de 1979, celebrado en Torrequebrada. Allí estaban las estrellas de la época. Seve Ballesteros, Woosnam, Faldo… Juan necesitaba ayuda y se llevó al campo a Miguel Ángel. El pequeño quedó impactado. Cuando volvió a casa, le dijo a su madre: “Quiero ser como ellos”. A ella, Carmen, no le gustaba que su hijo regresara del taller con las manos manchadas de grasa, y mucho menos le auguraba futuro en aquello del golf. De modo que le buscó trabajo como mozo de farmacia. Pero Jiménez ya había decidido. “No, mamá, yo seré golfista”.
“Fue amor a primera vista”, revive Fernando, uno de sus hermanos, mientras entre ellos rememoran esos años de felices carencias. “¡La película Siete novias para siete hermanos se hizo por nosotros!”, bromean. “Miguel era el mayor de los pequeños”, apunta José Antonio; “los mayores trabajábamos fuera todo el día y él cuidaba de los pequeños. Era excesivamente responsable. Era frecuente llegar a casa y verle participar en las tareas del hogar, en una época en que el varón no hacía nada. Su idea de responsabilidad y sacrificio viene de muy niño. Y tenía un espíritu muy vivo, siempre aprendiendo”. Los recuerdos afloran entre los hermanos Jiménez: cuando Miguel llegó de noche con las manos ensangrentadas tras jugar sin desmayo todo el día; cuando se entrenaba a las cuatro de la tarde en agosto, con 40 grados; y la vez que estaba en el campo de prácticas y empezó a diluviar. “Todos huyeron, pero él se puso el traje de agua y siguió. Se reían de él, pero Miguel decía que debía saber jugar con viento y lluvia porque así se juega en Inglaterra”.
Ese es el Jiménez que forjó el actual tipo del puro y la coleta. “No sé lo que hubiera sido de mí sin el golf. La suerte de mi vida es que he conocido el golf y me he enamorado del golf. Nunca me ha costado darle el tiempo necesario”, dice. Los compañeros que compartieron con él aquellos primeros años siguen siendo algunos de sus mejores amigos. “Miguel ya era de joven un cabezota. Si no le salía un golpe, no paraba hasta conseguirlo”, explica Andrés Jiménez, que se hizo profesional con el Pisha y fue con él campeón de España de dobles. “Discutíamos todos con él porque jugaba un hoyo de manera diferente a todos. Y hasta la cena seguíamos así. Va a muerte con lo que piensa. En los viajes parábamos a desayunar y hablábamos de nuestros objetivos. Para el resto era pasar el corte, cubrir gastos… Él decía que quería ganar, y nos echábamos a reír. Pero lo decía muy en serio”. También Jiménez se apellida Pascual, amigo de Miguel desde los 16 años. “Siempre ha tenido las ideas muy claras, más que ninguno. Esa forma de hablar a veces rozaba la poca humildad, pero era lo que sentía, que iba a ganar… Y ganaba. Siempre ha estado muy seguro de sí mismo. Se decía: ‘Tengo los palos, los guantes, las bolas… ¿por qué no le puedo ganar a cualquiera?’. Ahora es igual. Le he llevado los palos y es un matahombres, un matacaddies. Abre el campo de prácticas y lo cierra. Vive cada momento de una forma total, esté currando o de fiesta”.
Jiménez puede ser el más serio y el más bromista. Disfruta con su imagen rompedora aunque le señalen por salirse del carril, y sabe que si baja la exigencia le darán “la patada”. Él no quiere oír hablar todavía del circuito sénior, el de los golfistas retirados, sino que siente “el nudo en el estómago” cuando se mide a los jóvenes. “Eso me encanta”, afirma. Sí, desayuna el mollete “al estilo churrianero” que Pepón asegura que es el secreto de sus éxitos, da cuenta del cohiba y lleva a los suyos a La Sardiná, un restaurante en la playa, a comer espetos, busanos y mero. Cuando puede, se pone a los fogones para cocinar arroz. Son los “placeres” sin los que Jiménez no hallaría la felicidad. Y sin ella no sabría jugar al golf. “Yo lo que quiero es vivir, y vivir bien. Me gusta fumar puros, comer bien, beber rioja… sí, pero solo con eso no se va a ninguna parte. Soy mucho más trabajador de lo que la gente se cree. ¿O estaría ahora aquí? ¿Acaso no voy a disfrutar lo que he trabajado, y viniendo de donde vengo? Yo no quiero amasar dinero, no me hace ilusión. Quiero disfrutar. Lo hago y trabajo todo lo que haga falta, no me descuido. El puro y el vino es lo que se refleja de mí, lo que se ve. La gente no está cuando me levanto para ir al gimnasio. Ve la foto con el humo”.
Yo lo que quiero es vivir, y vivir bien. Me gusta fumar puros, comer bien, beber rioja… Eso es lo que se ve de mí, pero soy mucho más trabajador de lo que creen”
“Puede que piensen que Miguel es un juerguista, pero no. Cuando nos reunimos los hermanos, todos nos bebemos un whisky y él una cerveza sin alcohol. ‘Ahí os quedáis’, nos dice, ‘que mañana a las siete me entreno”, cuenta Fernando. María Acacia López-Bachiller, jefa de prensa del circuito europeo en España, estaba en aquel Open de 1979 que cambió la vida de Jiménez. “Miguel es un disfrutón de cada minuto de la vida, pero es tan currante como disfrutón. Se machaca. Detrás de esa barriguita hay un trabajador. Disfruta igual de un platito de jamón que de jugar o una charla. Con unas sardinas y una cerveza es el más feliz del mundo, igual que compitiendo. Y nunca ha dejado de ser persona. Es muy recto, le ves venir, no va serpenteando. Olazábal y él son nuestros dos mayores lujos”. El Pisha y el Vascorro son una pareja singular. Tan diferentes y tan iguales, guardianes de unos valores muy arraigados de respeto y deportividad, hoy casi una especie en extinción. “Seve fue mi espejo, por su determinación y su pasión”, cuenta Jiménez, “y Olazábal es el carácter, la lucha, no da nunca nada por perdido, debes mirarte en él para aprender”. “Miguel ha roto moldes. Es un personaje único, que ha roto cánones y que tiene una actitud maravillosa y una confianza en sí mismo desbordante y extraordinaria”, le elogia su querido amigo Vascorro, campeón de dos Masters de Augusta.
Miguel fue el niño que mamó la devoción familiar y la cultura del trabajo. Si sacó algún provecho de la mili que hizo en León y Valladolid, en una batería de armas, fue “la disciplina”. “Me pareció una pérdida de tiempo, pero, viendo cómo está hoy la juventud, aprendías respeto. Ahora hay un poco de falta de ética y de formas. Yo le daba valor a todo. Mis padres no se gastaban una peseta si no era imprescindible. Era economía de guerra, austeridad total. Lo fundamental era comer”, rememora Jiménez, hoy un padre que intenta transmitir a sus hijos la misma seriedad. Miguel Ángel tiene 19 años, estudia Finanzas en Estados Unidos y sueña con ser golfista. Víctor tiene 15 años y apunta al mismo camino. “Les quiero enseñar el compromiso, con uno mismo y con los demás, involucrarte, trabajar. Tienen que entender que aquí nada cae del cielo y que yo no trabajo para ellos, para que no hagan nada en su vida. Quiero que sean independientes, que se lo ganen. Tienen que vivir su vida, no la mía”, cuenta.
En diciembre de 2012, todo estuvo a punto de hundirse. Para un amante de la adrenalina como él, con alguna multa en la guantera y que no confiesa la máxima velocidad a la que ha conducido, el esquí era un subidón. Aunque lo maldijo esa Navidad cuando una caída en Sierra Nevada le mandó al quirófano con la tibia derecha rota. Una lesión tan grave que con su DNI ponía en riesgo su carrera. “Cuando me rompí se me pasó todo por la cabeza”, admite. “Nadie daba un duro por él”, añade su hermano Juan, “pero volvió”. “Lo que no quería era terminar así mi carrera”, dice Jiménez, que presume de ser el golfista de las tres generaciones, la de Seve, la de Tiger Woods y la actual. Todavía le quedaban retos por delante. Y no solo regresó, sino que batió el récord de ganador más veterano del circuito europeo, quiere ser el participante de más edad en la historia de la Copa Ryder y no descarta ser olímpico en Río 2016. “Quiero ganar un grande, y creo que puedo. La edad está en la mente. Puedes tener veintipocos y estar sin hacer nada, o tener 60 y no parar. ¿Cuál es el más joven? Yo físicamente no estoy como con 30 años, que era un toro. Ahora soy un toro más viejo. El mensaje que transmito es que sigue habiendo vida cuando hay dedicación y compromiso, que nunca es tarde. Soy un luchador. Espero que a la gente le sirva de reflejo”. Eso sí, adiós al esquí hasta la jubilación.
Jiménez necesitaría un día de 30 horas para hacer todo lo que quiere. Organizó durante años el Open de Andalucía, ya desaparecido por falta de ayudas económicas, decepcionado el Pisha con las instituciones públicas. Y ahora ha invertido 3,5 millones de euros en la Escuela Municipal de Golf de Torremolinos, su modo de quedar en paz con el golf. “Se lo he dado todo, y el golf me lo ha dado todo en la vida. Aunque me lo he trabajado. Nunca me han regalado nada. Llevo 25 años dándole vueltas al mundo. Después de todo, me sigo sintiendo en deuda con el golf. Con la escuela quiero acercarlo a la gente, que sea más asequible para todos. En España hacen falta más campos públicos”.
Hay asuntos que a Jiménez le cambian la cara. Como la política. “Estoy desencantado. A mí nunca me ha importado dar mi opinión. Soy rojillo y lo seré toda mi vida. Hay que socializar y redistribuir, cambiar caras e ideas, ser más solidario. Hay cosas que no entiendo. Yo compito 30 semanas al año fuera y es abusivo que no hayamos tenido un trato fiscal especial. Se sacó una ley para que los futbolistas extranjeros pagaran menos impuestos, y nosotros no. Es injusto”. El mosqueo le dura poco. Una mujer interrumpe la conversación. Es irlandesa. Se acerca a él, le abraza y le besa. “Tú eres mi héroe”, le dice marcando las sílabas. “Eres maravilloso”. Él responde con ese inglés con acento andaluz que tanto divierte por su tendencia a traducir literalmente expresiones típicas españolas. Como Until the tail, everything is bull. Hasta el rabo, todo es toro, en inglés versión Pisha.
Con la coleta y el pelo largo me siento distinto. A mucha gente no le gusta la imagen que tengo, pero lo siento mucho, a mí sí. Si no, no mires”
“Siento el reconocimiento de la gente”, cuenta feliz Jiménez, a quien esa mañana han dedicado una calle en Torremolinos. “Miguel Ángel Jiménez. Golfista”, pone en la placa. “Estoy en un momento muy bonito de mi vida”. El amor forma parte de él. En mayo se casó con Susanne Styblo (su segundo matrimonio), una auditora de banca, austriaca, con la que vive en Viena. La boda se celebró en el hoyo 7 de la escuela de golf, llamado Angustias, una réplica del hoyo 12 de Augusta. Ella llegó en un Rolls-Royce negro. Sonaba un terceto de cuerda en el atardecer malagueño. En el banquete recitaron los Cantares de Machado, él en español y ella en alemán.
El puro y la coleta no siempre estuvieron ahí. Llegaron a Jiménez como fases en su crecimiento vital. Dejó los cigarrillos en 2000 para curarse un resfriado y se pasó a los cohibas (el Siglo VI vale 28 euros) y los partagás. Empezó a dejarse el pelo largo dos años después. Necesitaba un cambio de imagen tras dos temporadas viviendo en Estados Unidos que le hicieron darse cuenta de que ese no era su sitio. “Mi juego se venía abajo, estaba empantanado. Decidí no cortarme el pelo. En el Masters de 2003 me hice mi primera coleta. La gente comenzó a hablar de mí. Y yo dije: ‘Quieto, eso es distinto de todo lo demás’. Y me la dejé. Me hace sentir especial, mi coleta, el puro, mis zapatos… Me siento distinto, y me gusta. Hay que dar un poco de chispa. Soy aire fresco. Es la imagen que tengo, rompedora. A mucha gente no le gusta, pero lo siento mucho porque a mí sí. Me dicen: ‘A ver si te cortas el pelo’. ‘¿Te molesta?’. ‘No, pero estarías mejor’. ‘Para ti, no para mí. Si no te gusta, no me mires”. Su amigo Pascual le defiende: “Su forma de ser está por encima de las opiniones de los demás. Él pone las cartas encima de la mesa, no se esconde. Es como es”.
El sol cae en Torremolinos. Por unos minutos, Jiménez deja de ser el caddie, el golfista, el empresario, el personaje público. Mira por el ventanal de la escuela y observa a sus hijos jugando al golf. Puede que entonces se vea a sí mismo de niño, soñando con ser golfista. Mientras le saca todo el sabor al puro, sonríe. Simplemente, es feliz.
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