El instante decisivo
Y sin embargo, aquel día comprendió que iba a hacerlo, porque él llegaría tarde y borracho
Calculó que eran las cuatro de la mañana, y giró la cabeza muy lentamente para mirar la hora en el despertador. Los números verdes marcaban las 3.58, pero al comprobarlo no hizo ningún movimiento, aún no. Él debía de estar durmiendo, pero ella se fiaba tan poco de su sueño como de su vigilia, así que esperó un poco más, y a las 4.02 le rozó con la mano para que le diera la espalda y dejara de roncar. Sólo entonces, muy despacio, sacó la pierna izquierda de la sábana y la hizo descender hasta que su pie tocó el suelo. Cuando logró levantarse sin hacer ruido, los números ya habían llegado a las 4.11. Todavía avanzarían tres minutos más antes de que lograra escurrirse por la puerta de su dormitorio, que al acostarse había dejado entreabierta.
A la hora de comer, él había llamado para anunciar que no iba a pasar por casa. He quedado a cenar con Fernando, ya sabes que está muy deprimido, como le acaban de despedir y… Y que te quiero mucho, cariño, muchísimo, más que a nada en el mundo, ya lo sabes, perdóname porque te quiero, es que me vuelvo loco de cuánto te quiero… Ella ya estaba acostumbrada a esas llamadas, las explosiones de amor que sucedían a las otras, el tono de voz meloso, compungido, que casi la hería tanto como los golpes de la noche anterior. Siempre era así, siempre igual, porque él no podía volver a casa como si tal cosa, no podía sentarse a cenar con ella, ver la televisión, hablar con los niños, y por eso, siempre, después, salía con sus amigos y dejaba pasar un día entero antes de volver a ser el de antes, el hombre con el que se había casado. Siempre era igual, pero aquella vez todo sería distinto.
Lo había pensado centenares de veces, pero siempre había creído que sería incapaz. Y sin embargo, aquel día comprendió que iba a hacerlo, porque él llegaría tarde y borracho, porque su hijo mayor estaba en un campamento, porque la niña se había ido a pasar unos días con su hermana, porque si se ponía un vestido estampado, de tirantes, él podría confundirlo fácilmente con un camisón, porque le bastaría salir de la habitación y ponerse unas chanclas para echarse a la calle, porque tenía que hacerlo, porque no podía más, porque tenía que irse, porque se iba…
Y se fue. Había escondido las zapatillas debajo del sofá, y una nota para explicarle que había puesto una denuncia contra él por malos tratos y que no le convenía perseguirla, detrás de la panera. La dejó en la mesa baja del salón confiando en que su marido no lograra localizar la casa de acogida en la que iba a refugiarse antes de que la policía le hiciera una visita. Al salir de la comisaría, había hecho una maleta con lo más imprescindible y la había llevado hasta su nuevo piso, en la otra punta de la ciudad. Le había parecido una casa pequeña y triste, como las mujeres que vivían en ella, y al conocerlas, la idea de abandonar su piso, que le había costado tanto dinero, tanto esfuerzo, y que era tan bonito, luminoso y alegre, le pareció más triste todavía, aunque no vaciló. Creyó que eso significaba que todo lo demás sería más fácil, pero se equivocaba.
En el último instante, la mano derecha sobre el picaporte de la puerta, se dio la vuelta y contempló la casa que dejaba atrás, los muebles que había escogido uno por uno, las fotos de sus hijos, ese retrato tan horroroso que el niño le había hecho para el Día de la Madre y que colgaba enmarcado en el vestíbulo, las flores de tela no mucho más bonitas que recibió de la niña el mismo día, unos años después, y que seguían estando en la estantería, la foto de su boda, los recuerdos de los viajes, una figurita de Corfú, una caja de cerámica y metal que compraron en un pueblo de Marruecos, la bola donde nevaba sobre la Torre Eiffel…
Durante un instante pensó que estaba renunciando a su vida, a toda su vida, su memoria, sus aficiones, sus pequeños placeres. Quizás no vuelva a tener una casa como esta nunca más, quizás no vuelva a ser feliz, quizás esté sola el resto de mi vida. Durante un instante estuvo a punto de volverse atrás, de echarse a llorar sin hacer ruido, y desandar el camino, y volverse a la cama, y dormir para volver a vivir como antes, como todos esos días en los que lo único que quería era morirse. Entonces, sin previo aviso, unas lágrimas cómplices, mansas y silenciosas, empezaron a caer de sus ojos, y sin pensar bien en lo que hacía, levantó el brazo en un movimiento brusco para limpiárselas.
El dolor fue tan insoportable que unas lágrimas distintas brotaron sobre las que empapaban sus mejillas, y un quejido se confundió con el ruido de la puerta al abrirse. Antes de darse cuenta, estaba en la calle.
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