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Tribuna
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Después de la escasez

Europa debe saber gestionar los cambios tecnológicos que llegan en el siglo XXI

Pablo Salvador Coderch

El jilguero, por el precio de una comida sencilla. Ustedes pueden adquirir la novela de Donna Tartt, aupada escritora norteamericana, a cualquier hora del día sin necesidad de ir a librería alguna, pues Jeff Bezos, uno de los hombres más ricos del 1% más rico del mundo, se la traerá a casa y, además, recordará su compra para siempre. Y si les indignan las librerías arrasadas por el monopolio visionario de Amazon, Bezos está también dispuesto a descargarles en sus tabletas una crítica feroz de ese 1%, El capital en el siglo XXI, del economista francés Thomas Piketty, un libro que, característicamente, se vende muchísimo más en inglés, lengua de ricos, que en su francés original, idioma de posricos.Y es que Francia, grande hasta en su declinar, contaba 30 millones de franceses hace 200 años y ahora alcanza unos 60, el doble. Los estadounidenses eran menos de cuatro millones cuando se independizaron de los británicos y ahora son 80 veces más. Franceses y americanos han experimentado dinámicas distintas durante los últimos dos siglos.

Los medios y canales tradicionales de plasmación y distribución de la información se desvanecen, como se esfumaron postas, guarnicionerías, cererías, almacenes de coloniales, mis estudiantes ignoran hasta el significado de estas palabras. A los nuevos distribuidores, en cambio, mis estudiantes les conocen: saben que Bezos ha comprado The Washington Post, él personalmente, como quien formara una colección pública de arte hace 100 años. Por eso Piketty, profesor francés de libro, propone guillotinar el derecho a la herencia. Las viejas empresas familiares, dueñas de grandes cabeceras —desde The New York Times hasta La Vanguardia, pasando por Clarín— siguen pensando que siempre debería distinguirse entre oligarquía y aristocracia, al menos fuera de Francia. No sé yo, aunque estoy seguro de que media Francia seguirá discutiendo durante décadas qué puede hacer con el dinero de la otra media. Sería mejor que se centraran en la tarea ingente de transformar aquel gran país.

La abundancia, paradójica, nos subyuga, no la escasez. Como ocurrió en el siglo XIX y explica Piketty, el desarrollo tecnológico acelerado concentra riqueza y disloca sociedades. El cambio tecnológico cambia disruptivamente el mundo, convierte en abundantes recursos antes escasos, concentra riqueza en unos pocos productores y deja por el camino a la gente que fabricaba y acarreaba esos recursos. La cornucopia es Internet, abundancia que se difunde en la información, primero; en los servicios, luego; y, finalmente, en la fabricación de las cosas.

Idear y producir buena información, escribe Mark Lemley, sigue siendo costoso. Pero su distribución ya no cuesta nada. El derecho puede seguir protegiendo a creadores y productores, otorgándoles un monopolio temporal, pero la fabricación del soporte de la información y su distribución ya no cuentan. Yerran quienes se aferran a la vieja propiedad intelectual pensando que nada ha cambiado. Algo parecido ocurre con los servicios y, de nuevo, el derecho puede proteger, pero sólo temporal y limitadamente a quienes han detentado el monopolio de prestarlos. Uber, una aplicación de Internet, permite que un conductor lleve a un viajero por una tarifa inferior a la de un taxista. Los gremios de taxistas andan explicablemente alzados y claman por prohibir la aplicación. En Barcelona, hay polémica y expedientes administrativos incoados. Uber está permitido en San Francisco y prohibido en Bruselas. El desenlace es previsible, pues Barcelona está más cerca de Bélgica que de California. El problema legal es difícil de solucionar por una fácil razón económica: hoy, para conseguir una licencia de taxi, hay que adelantar una cantidad de dinero seis u ocho veces superior al precio del automóvil, una inversión que el nuevo taxista tardará años en amortizar. Si, de golpe, se liberalizara el mercado, el valor de la licencia se desplomaría. Lo mismo sucede con otros sectores. La regulación tradicional estableció monopolios por razones históricamente fundadas. Cuando cambia la tecnología, los monopolios pierden sentido, pero desmontarlos resulta difícil si sus beneficiarios pueden bloquear las propuestas de cambio paralizando medio país.

Yerran quienes se aferran a la vieja propiedad intelectual pensando que nada ha cambiado

Y al final, el mismo fenómeno está afectando a la fabricación de cosas, pues las impresoras 3D ya llevan la revolución de la abundancia desde la información y los servicios hasta las fábricas: aunque no es exactamente así, algunos de ustedes podrán imprimirse un Rolex en su casa.

En el mundo, el desarrollo tecnológico no se va a detener. Las sociedades que sepan absorberlo ganarán y aquellas que no, perderán. La China de los Sung (960-1126) produjo más hierro y acero que cualquier otra cultura anterior a la Inglaterra del siglo XVIII. China se perdió la revolución científica europea del XVI, pero ahora, en el XXI, sus dirigentes no están volviendo a equivocarse.

Los europeos no podemos cometer un error histórico. Urge ponernos a ayudar a la gente que pierde con el cambio, pero habremos de volcarnos en gestionar el cambio mismo. En democracia, ésta es tarea de políticos. En derecho, de abogados. Si las gentes del derecho nos ponemos a gestionar el cambio en lugar de empecinarnos en defender o atacar ciegamente los envejecidos monopolios legales, todos saldremos ganando. Pero si nos paralizamos, desapareceremos. Del mapa.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra.

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