Sus últimas palabras
Ya sé lo que te pasa, pero te equivocas. No te habría cambiado por ninguna…
Empujó el picaporte con los dedos cruzados de las dos manos, como todas las tardes de aquella semana, a sabiendas de que estaba haciendo una tontería. Ambas sabían que la mayor de las dos iba a morir. Su vida se había ido apagando lentamente, casi con delicadeza, en los últimos días, pero ella aún no estaba preparada para ver morir a su madre. Nunca lo estaría, por muy frágil e incierto que fuera ya el hilo que la ataba al mundo donde habían estado juntas tanto tiempo.
Desde el umbral comprobó que aún respiraba y dejó escapar un suspiro de alivio. Supuso que no dormía, que más bien dormitaba con los ojos cerrados, porque esa duermevela aparentemente indolora, benéfica a base de morfina, era el estado en el que había pasado más tiempo desde que la ingresaron la semana anterior. Por eso se acercó a la cama, le acarició la cabeza, las mejillas, la cogió de la mano y se echó a llorar. Todos los días se proponía no hacerlo y todos los días, fracasando en el intento, se abandonaba a un llanto manso, silencioso, que tendía un puente entre dos orillas, el trayecto que ya sólo pueden recorrer a medias los hijos que se despiden de sus padres, de sus madres. En ese momento se sentía tan pequeña, tan indefensa como si aún tuviera cinco años y una pesadilla la hubiera despertado de pronto en un dormitorio a oscuras. En aquel cuarto de hospital, iluminado a todas horas, había vivido despierta esa y muchas otras pesadillas, porque la conciencia de haber fallado tantas veces a la mujer que estaba agonizando se convertía en una carga insoportable, un grumo atravesado en la garganta que amenazaba con ahogarla en su propio llanto, un sentimiento oscuro y casi físico, que congelaba el núcleo de sus huesos mientras impregnaba su paladar del sabor de las medicinas que ya no podían curar a aquella enferma.
Todas las tardes, desde hacía muchas, su madre dormitaba mientras ella lloraba, y a veces abría los ojos después, otras no. Sin embargo, aquella tarde la miró, sonrió, y al intentar imitar aquel gesto, el llanto de su hija se hizo más estruendoso, tan espeso que las lágrimas estuvieron a punto de ocultar a sus ojos el movimiento de la cabeza que negaba una y otra vez, girando lentamente sobre la almohada. Entonces sucedió algo aún más extraordinario.
–No llores más –porque su madre ya no hablaba, pero quiso hablar con ella en un vestigio ronco y apagado de su voz de antes–, no seas tonta.
La hija no fue capaz de responder y la madre volvió a negar, a hablar en un susurro de timbre casi tenebroso, incompatible en apariencia con la sonrisa que sobrevivía en sus labios tenaces.
–Ya sé lo que te pasa, pero te equivocas –añadió al rato–. No te habría cambiado por ninguna…
Ella siguió llorando, su madre llevándole la contraria con la cabeza, las dos repasando por su cuenta la larga secuencia de decisiones, actos, consecuencias, suspensos, broncas, fugas, peleas y errores mutuos en las que habían vivido atrapadas durante largos años, aquella cadena que las sojuzgaba por igual, una tempestad furiosa y circular que convertía cada jornada en un tormento hasta que se fue amansando a un ritmo misterioso, apresurado y lento a la vez. Porque los gritos siguieron siendo gritos, pero sonaban cada vez menos, y las palabras seguían siendo afiladas, pero sus cantos progresivamente romos ya no herían, y así, poco a poco, aunque jamás lo hubiera creído, la vida de la más joven empezó a parecerse a lo que había sido la vida de la mayor, hasta que los años de paz desembocaron en aquella cama de hospital.
–¿Cómo se llamaba aquella de tu cole que siempre sacaba sobresalientes?
La voz de la madre, que perdía volumen, consistencia en cada sílaba, sonó casi risueña, y con la cara congestionada, enrojecida e hinchada por el llanto, la hija logró al fin sonreír, pronunciar un nombre.
–¡Ah!, sí… –la sonrisa de la moribunda se ensanchó–. Qué cursi era…
–Te quiero, mamá.
–Y yo te quiero más.
Después dejó caer la cabeza, cerró los ojos y se quedó dormida. Su hija pensó que lo hacía a propósito, para darle la oportunidad de serenarse, de ir al baño, de lavarse la cara con agua fría y enfriar así, también, sus nervios. Ya había completado esa secuencia cuando se abrió la puerta y entró su padre.
–¿Ha hablado contigo? –le dijo en un susurro, y ella asintió con la cabeza sin dejar de abrazarle–. Conmigo también…
Ya no se despertó. La sonrisa tampoco se borró de sus labios.
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