Los números de Evaristo
Le miraba como si no le viera, los ojos muy abiertos, el cuerpo tan inmóvil como si se hubiera muerto
Aquella noche, Carmela le había puesto delante un plato de puré de verduras y una tortilla de jamón. ¿Pero por qué me lo pones todo a la vez? Cuando me acabe el puré, la tortilla ya estará fría… Le había hecho el mismo reproche a la hora de la cena un millón de veces y, un millón de veces, su mujer le había contestado lo mismo que le contestó aquella noche, pues porque yo también tengo derecho a sentarme a cenar a gusto. ¿O es que no trabajo en la tienda las mismas horas que tú?
La discusión solía terminar en ese punto porque Carmela tenía razón. Los dos trabajaban las mismas horas, y si Evaristo insistía, ella le diría que se hiciera la cena solo, y entonces él replicaría que hacía otros trabajos en la casa, y se liaría una discusión monumental que desembocaría en un puré frío y una tortilla helada. Así había sido siempre, aquella noche no. Aquella noche, Evaristo no pudo discutir con su mujer porque cuando estaba a punto de empezar, se quedó con la boca abierta y sin fuerzas para cerrarla.
3, 7, 14, 17, 26, 48, número complementario, 9… ¿Qué, no dices nada? Carmela volvió al ataque mientras aquella secuencia de números aparecía sobreimpresa en la pantalla. 3, leyó Evaristo, 7, y después 14, y 17, y 26, y 48… Ya ni se acordaba de los motivos que le habían empujado a escoger esas cifras, siempre las mismas desde hacía veinticinco años, 3, y 7, y 14, y 17, y 26, y 48, pero recordaba muy bien por qué unos años después, cuando se introdujo la bola del reintegro, escogió el 9. Su hija acababa de contarles que estaba embarazada, y desde entonces ese número acompañó a los otros seis cada semana con resultados lamentables, de uvas a peras un reintegro y, una sola vez, a mediados de los noventa, un boleto de tres aciertos, mil cochinas pesetas y gracias. Pero aquella noche, mientras el puré de verduras se enfriaba más despacio que la tortilla de jamón, Evaristo contempló todos sus números en la pantalla, y por si eso fuera poco, escuchó la voz del locutor anunciando la extraordinaria coyuntura de que en la Categoría Especial, en la que no solía haber ganadores, habían coincidido dos boletos premiados que se repartirían algo más de 75 millones de euros.
¿Qué te pasa, Evaristo? Podía escuchar a Carmela. La percibía perfectamente, sentía la presión de otra mano sobre la suya, y la preocupación en su voz, pero durante un instante no fue capaz de hablar, de girar la cabeza, de mirarla. Durante ese instante no pudo hacer nada, ni dividir 75 entre dos ni procesar las palabras con las que se despidió la presentadora del sorteo, ¡enhorabuena a todos los ganadores! Después, las patas de una silla chirriaron sobre el suelo, unas zapatillas avanzaron en su dirección, una voz que no era voz, apenas una hebra de angustia, penetró en su oído izquierdo. Evaristo, no me asustes, ¿qué te pasa?, háblame, mírame, dime algo…
Las manos de Carmela enmarcaron su cara, le obligaron a girar el cuello, a enfocar el rostro de la mujer pálida que le miraba con el ceño fruncido, y entonces, al fin, pudo pensar dos cosas. La primera, que no podía morirse precisamente aquella noche. La segunda, que Carmela tampoco podía hacerlo. Esos dos pensamientos impulsaron un tercero. Pues también es mala suerte que haya otro boleto con el mismo premio, y a partir de ahí, todo fue mejor. La mala suerte era tan familiar para Evaristo que le dio las fuerzas justas para levantarse, para mirar a su mujer, para decirle que estaba un poco mareado y que necesitaba ir al baño. Abrió el grifo del agua fría, se empapó la cara, se miró en el espejo y no vio la cara de un millonario, sino la suya de toda la vida. ¿Y ahora qué hago?, se preguntó. Como no fue capaz de responderse, se reunió con Carmela y se lo dijo a bocajarro.
He ganado el Premio Especial de la Primitiva, le dijo, y se corrigió enseguida, hemos ganado 37 millones de euros, más o menos, lo acaban de decir en la tele, el 3, el 7, el 14, el 17, el 26, el 48, y el 9 de reintegro, mis números de toda la vida, Carmela… Ella le miraba como si no le viera, los ojos muy abiertos, las cejas arqueadas, el cuerpo tan inmóvil como si se hubiera muerto. Otra vez la muerte, pensó Evaristo, pues no, la muerte no, y se sacó la cartera del bolsillo, rebuscó el boleto, se lo enseñó, lo leyó en voz alta por los dos, el 3, el 7, el 14, el 17, el 26, el 48, el 9…
Se acostaron enseguida, muy juntos, como una pareja de novios en su primera noche, pero no se movieron, no hablaron, no se tocaron. Y ninguno de los dos pegó ojo aquella noche.
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