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Tribuna
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Intelectuales implicados en la política

Superar la crisis exige, como en la Transición, el papel activo de la sociedad

Rosa Conde

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La Transición se hizo en medio de tremendos atentados terroristas, una profunda crisis económica y graves movimientos de involución. El momento no era precisamente fácil, pero en poco tiempo se abordaron grandes cambios, que son el pilar de nuestra democracia.

Si entonces se pudo hacer, hoy deberíamos ser capaces de abordar, desde el diálogo y el consenso, las cuatro crisis que estamos viviendo (económico-financiera, político-institucional, territorial y social).

Para ello, todos tendríamos que poner algo de nuestra parte, inspirándonos en lo que sucedió entonces. Yo me voy a centrar aquí en el papel complementario desempeñado por políticos e intelectuales durante la Transición. Los políticos fueron determinantes, pero los intelectuales supieron ver el papel que debían jugar, asumiendo El peso de la responsabilidad, como reza el título del libro de Tony Judt sobre el papel de tres intelectuales franceses en distintos momentos históricos: León Blum, Albert Camus y Raymon Aron.

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Este sentido de la responsabilidad puede aplicarse también a los intelectuales españoles durante la Transición. En el libro de Santos Juliá Nosotros, los abajo firmantes, se analiza la historia de España a través de los manifiestos de intelectuales, desde el desastre del 98 hasta el inicio de la crisis actual. En él sobresale el acertado sentido que tuvieron los intelectuales de la Transición al interpretar el momento crucial que vivía España y su disposición para asumir compromisos.

No fue algo exclusivo de este estamento. Otros actores (el movimiento obrero, los estudiantes, profesores, vecinos, movimientos feministas y, en general, la sociedad civil) lo compartieron. Responsabilidad y compromiso son los conceptos que mejor definen esos años de dificultades, pero también de diálogo y consenso, de la mano de Adolfo Suárez.

Fueron importantes las complicidades que se tejieron entonces

En palabras de Hannah Arendt, veníamos de “tiempos oscuros”, pero la interacción profunda entre el mundo de la política y el mundo de los intelectuales y la cultura que se produjo desde los inicios de la Transición permitió rasgar aquel velo de oscuridad. Un intelectual neoyorkino dijo que los españoles de entonces éramos gente “profunda”. Esa fue la tarea de los intelectuales, acompañando a los políticos.

Dos frases de Franco sintetizan el espacio del que veníamos: “Haga como yo, no se meta en política” y “Rocamora, Rocamora, no se fie de los intelectuales”. Con esta última, el dictador rechazó reunirse con Ortega y Gasset, ¡para honra de nuestro gran intelectual del siglo XX!

Por eso fueron tan importantes las complicidades y las redes que se tejieron durante esos años entre unos y otros, que fortalecieron las posiciones de ambos. El de los intelectuales no fue un papel central, como había ocurrido en la Segunda República. Su papel fue más bien de complicidad y acompañamiento, manifestando el compromiso compartido, pero bajo el protagonismo indudable de los políticos.

Durante el franquismo “duro”, el papel de los intelectuales críticos con el régimen fue prácticamente inexistente. Solo durante la pre-Transición surge la figura del intelectual comprometido, que evoluciona hacia la democracia desde distintas orientaciones ideológicas, e incluso desde posiciones previas más o menos próximas al régimen. En Historia de las dos Españas, Santos Juliá afirma: “Ciertos jóvenes comenzaron a hablar abiertamente un lenguaje de democracia y se convirtieron en intelectuales en el sentido original del vocablo: gente que participa en el debate público con las únicas armas de la palabra y la escritura”.

El Instituto de Estudios Políticos, hoy CEPC, y la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de la UCM fueron testigos del elevado nivel de reflexión y de debate de algunos intelectuales en plena era franquista: José Antonio Maravall, Luis Díez del Corral y Manuel García Pelayo, entre otros, fueron las figuras más sobresalientes. Pero es a partir de la fecha icónica de mayo de 1968 cuando se multiplica el número de intelectuales que toman parte en el debate político desde todo tipo de plataformas. Las fundamentales en esos años son las revistas políticas, como Cuadernos para el diálogo, Triunfo y Cambio 16. Más tarde, vendrían a unirse a ellas, hasta llegar a desplazarlas, dos diarios de alcance nacional: El País y Diario 16.

¿Quiénes son estos intelectuales? Además de los ya señalados y sus discípulos, sobresalen algunos colectivos: intelectuales vueltos del exilio, como Francisco Ayala; mujeres intelectuales, como María Zambrano; intelectuales catalanes, como Gil de Biedma; escritores, como Sánchez Ferlosio; artistas de teatro, cine o cantautores, como Serrat, Marsillac o Pilar Miró; nuevas generaciones de científicos sociales y profesores de universidad y un buen puñado de periodistas.

Los protagonistas de la Transición fueron los políticos, no los intelectuales. Los padres de la Constitución de 1978 fueron profesionales del Derecho y catedráticos, pero no intervinieron en calidad de intelectuales, sino como representantes del Parlamento. No obstante, según Pecourt, las diferentes corrientes intelectuales “supervisaron” su elaboración desde plataformas como la Revista de estudios políticos (liberal); la ya mencionada Cuadernos para el diálogo (socialdemócrata) y Nuestra bandera (eurocomunista).

Hubo un elevado nivel de reflexión y debate ya en plena era franquista

Los grandes manifiestos de la Transición recogen el papel activo de los intelectuales al pronunciarse frente a los principales problemas de la época, como el terrorismo, la involución, la violencia, las libertades, las autonomías, Cataluña y, sobre todo, la lengua, la Constitución, el golpe del 23-F y la OTAN.

No comparto la opinión de Juan Benet (1985), al rechazar el derecho del intelectual a liderar la sociedad. Tampoco la de quienes descalificaron el papel político de los intelectuales por falta de sentido pragmático y por polemizar en exceso. Una cronista parlamentaria, Julia Navarro, tituló uno de sus libros Nosotros, la transición, expresando plásticamente que fue acompañada por toda la sociedad y, de forma especial, por sus intelectuales.

Una encuesta del CIS de 2000 puso al Rey a la cabeza de los que “contribuyeron mucho a la Transición”, con una puntuación de 8,1, seguido de los ciudadanos en general, con un 7,8. Los intelectuales obtuvieron 6,9.

Conviene recordar hoy todo esto, cuando con demasiada frecuencia se pone en cuestión la parte más brillante de nuestra historia reciente. Existe consenso en afirmar que el nuestro fue uno de los “casos de éxito” más señalados dentro de la sociología de las transiciones políticas, y de ella tenemos mucho que aprender, aunque sin sacralizarla. Nada está escrito en las estrellas: solo en nuestros propósitos. La sociedad “reflexiva” en la que hoy vivimos refleja lo que se hizo entonces. Pero han pasado más de 35 años desde que se aprobó la Constitución. La sociedad en la que vivan nuestros hijos y nietos reflejará lo que hagamos ahora.

España vive momentos difíciles, en lo económico, político, territorial y social. Cuanto antes afrontemos los cambios imprescindibles, antes superaremos esas dificultades. Para ello necesitamos la implicación de la sociedad en la política. Para lograrlo, los intelectuales, entendidos en un sentido tan amplio como hago en este artículo, deberían comprometerse y buscar complicidades con los políticos, como hicieron entonces, en la tarea hercúlea de rediseñar nuestro sistema social, a través del consenso.

Rosa Conde es socióloga y ha sido ministra portavoz del Gobierno. Este texto está basado en su intervención en el ciclo La Transición democrática, del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, donde trabaja, en homenaje a Adolfo Suárez.

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