En el inofensivo pasado
Suárez era chulo, sí, pero sólo en el mejor sentido de la palabra: alguien que no se arredraba
La reciente muerte de Adolfo Suárez produce sobre todo melancolía, al menos entre quienes éramos jóvenes cuando apareció, cuando gobernó y cuando fue defenestrado, por los suyos y por casi todo el mundo. Pero la melancolía no viene sólo por lo más evidente, esto es, por la desaparición definitiva de una figura que trajo esperanza, considerable optimismo y suscitó mucha simpatía. Si en algo se distinguió Suárez fue en que, por primera vez en muchísimos años, un gobernante español no inspiraba miedo. Siempre pareció razonable y alejado de todo autoritarismo; es más, como venía del franquismo –pero en nada se asemejaba a éste–, procuró ser todo lo contrario de lo que lo había precedido: respetuoso, conciliador, dialogante, sonriente y cordial, atento y persuasivo. Tal vez, como a la mayoría de los políticos, los consejos le entraban por un oído y le salían por otro, pero se aprestaba a escucharlos e incluso los solicitaba. He contado ya antes cómo, al filtrarse el borrador de la Constitución, mi padre, Julián Marías, escribió un artículo tildándolo de absurdo, erróneo y hasta mal escrito. Ese mismo día Suárez lo llamó, le pidió encontrarse con él para que le explicara más y lo orientara al respecto. Si Suárez no era humilde, lo parecía. Si no le importaba la opinión de los demás, lo disimulaba tan bien que la indiferencia debe ser descartada: todo fingimiento tiene un límite, rebasado el cual deja de serlo. Si desdeñaba a alguien, lo ocultaba. Es difícil recordarle un mal gesto, un desplante, una actitud humillante o despreciativa, ni hacia sus oponentes ni hacia sus correligionarios. Era chulo, sí, pero sólo en el mejor sentido de la palabra: alguien que no se arredraba, que no estaba dispuesto a que lo avasallaran ni pisotearan; sí, en cambio, a que lo convencieran.
No es de extrañar que en estos tiempos desabridos la gente lo eche de menos, con la excepción de los ensimismados cenizos de Esquerra Republicana, el BNG y Amaiur y Bildu, quienes jamás apreciarán a nadie que no les dé la razón en todo: sus integrantes son individuos que sólo admiran a sus obedientes ovejas, si no es esto una contradicción en los términos. Pero la melancolía es también otra: la noche de su velatorio, cenaba yo frente al Congreso con mis amigos Díaz Yanes y Gasset, y salíamos a fumar de vez en cuando. Veíamos cada vez (incluso pasada la una de la noche) la larguísima cola de quienes iban a visitar el cadáver. Más allá de que nos pareciera extravagante la costumbre (un poco sevillana), supongo que muchos de los que soportaban el frío y la espera querían expresar así su agradecimiento. El inoportuno anuncio de su “muerte inminente” multiplicó los elogios y los monográficos televisivos. Y eso es lo que produce tristeza, incluso leve amargura. Suárez llevaba muchos años ausente por enfermedad, y aún más fuera de la política. No sólo era ya alguien “inofensivo”, sino que estaba desactivado y no contaba. Es lo propio de España: se vierte una catarata exagerada de alabanzas sólo cuando ha muerto una persona notable, o, si acaso, como aquí, cuando ya no hace sombra a nadie, ni adquiere protagonismo, ni puede soltar declaraciones que pongan en cuestión a ningún vivo. Parafraseando la máxima escuchada en tantos westerns, sobre los indios el único español bueno es siempre el español muerto, o, en su defecto, el que está fuera de juego, el callado, el inhabilitado, el que ha dejado el campo libre a los insaciables ambiciosos que quisieran a su alrededor nada más que un inmenso vacío.
A Suárez, mientras estuvo activo, lo detestaron casi todos: parte del Ejército, la extrema derecha, los del Partido Popular que al principio se llamaba Alianza, los socialistas, la extrema izquierda, los nacionalistas, sus compañeros de la UCD que le hicieron la vida imposible y lo obligaron a marcharse. Cuando fundó su nuevo partido, el CDS, los votantes que hoy sienten nostalgia le dieron la espalda, hasta que hubo de disolverlo y retirarse. Entonces, poco a poco, se empezaron a reconocer sus méritos y su carácter abierto, la dificilísima tarea que había llevado a cabo con mucho más éxito del esperable. Cuando ya no podía quitarle el sitio a nadie. Cuando su figura ya no podía empequeñecer las de los demás. Cuando se lo vio como pasado. El título de esta columna tendría que ser otro, pero ya lo utilicé en una pieza de 1997 y en el volumen recopilatorio que la contuvo: Seré amado cuando falte. Una vez más, es una cita de Shakespeare, que lo expresó casi todo: “I shall be lov’d when I am lack’d”, en Coriolano. Lamentablemente, es el sino de todo español de valía, en cualquier campo: ser reconocido plenamente, ensalzado, añorado y querido sólo tras su desaparición o derrota. A menudo ni siquiera el sentimiento es puro, sino que se utiliza al muerto que en vida fue denostado para denostar a los que quedan, a los que incurren en el imperdonable delito de seguir vivos y no vencidos. “Este que ya no está sí que era bueno”, se aprovecha para decir, “y no como estos mediocres de ahora”. Somos un país condenado a chapotear en el descontento presente, y a sentirnos orgullosos y reconciliados solamente con los que –por fin– ya no respiran y pertenecen al inofensivo pasado.
elpaissemanal@elpais.es
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