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PALOS DE CIEGO
Columna
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El hombre del fusil

Cuanto menos democrático es un país, más sujeto está a los caprichos de quien lo gobierna

Javier Cercas
Pablo Amargo

¿Es la historia la que hace a los hombres o son los hombres los que hacen la historia? ¿Es decisiva la personalidad de un político para entender la política de su país? Todavía los románticos creían que los grandes hombres determinan la historia, pero desde mediados del siglo XIX –quizá desde la aparición del marxismo como método de interpretación histórica– hemos tendido a pensar que la historia determina a los hombres, empezando por los grandes hombres. Lo cierto es que la discusión (o el dilema) parece reavivarse cada vez que estalla un conflicto importante. Se reavivó por ejemplo con Sadam Hussein y las dos guerras de Irak; se ha reavivado ahora con Putin y la crisis de Ucrania, o de Crimea. De forma más o menos visible, la discusión se da en muchos lugares; esta vez ni siquiera ha hecho falta salir de este periódico para asistir a ella. Harto de la atención que los medios prestan a Putin, Sami Naïr escribió: “Este hombre no tiene importancia. En este conflicto se trata de intereses estratégicos mucho más complejos y graves”. Menos taxativo (y más perplejo ante el papel de Rusia en la crisis de Crimea), José Ignacio Torreblanca escribió por el contrario: “Quizá haya llegado la hora de que los politólogos también volvamos al análisis de la personalidad para entender por qué determinados conflictos no encajan del todo en nuestras teorías de las relaciones internacionales”.

¿Quién lleva razón? ¿Necesitamos la psicología para entender la política? ¿La crisis de Crimea no guarda ninguna relación con la personalidad de Putin? ¿La historia vive ajena al carácter de sus protagonistas? Sea cual sea la respuesta a esas preguntas, una cosa se me antoja segura: cuanto más democrático es un país, menos influencia tiene en su destino la personalidad de sus dirigentes, porque ésta se halla sujeta a mayor control político; y al revés: cuanto menos democrático es un país, más sujeto está a las pasiones, obsesiones, inclinaciones, manías y caprichos de quien lo gobierna. Es imposible entender un poco la Alemania nazi sin entender un poco a Hitler, igual que es imposible entender un poco la Rusia soviética sin entender un poco a Stalin; pero es mucho más fácil entender la II República sin tener en cuenta el carácter de Azaña que entender el franquismo sin tener en cuenta el carácter de Franco, porque, por precaria o insuficiente que fuera, la II República era una democracia y el franquismo no. Dicho esto, no parece que haya mucha gente dispuesta a sostener que la Rusia actual es una democracia (como mucho es eso que los politólogos llaman una “semidemocracia”), lo que significa que, para explicar la política rusa, el carácter de Putin es mucho más determinante que el carácter de Obama para explicar la política norteamericana. Claro que hay cosas esenciales que Putin comparte con muchos rusos, como la sensación de que, tras la caída del comunismo, Occidente ha humillado a Rusia; hay otros problemas, sin embargo, que son sólo de Putin. Los literatos solemos considerar a Frederick Forsyth como un escritor poco serio, pero a él le debemos una de las frases más serias que yo he leído sobre Putin en los últimos meses: “Cualquier hombre de mediana edad que insiste en fotografiarse en poses homoeróticas, cabalgando con el torso desnudo por Siberia, luciendo pectorales y acariciando un fusil de asalto, tiene un problema”. ¿Es sensato ignorar ese problema? ¿Hubiera estado de más que, antes de que les estallase en las manos la crisis de Crimea, Obama y los demás líderes occidentales hubieran leído alguna de las biografías de Putin donde se habla de su infancia de matón de patio de colegio, o de sus apasionadas lecturas de filósofos como Nikolái Berdiaev o Iván Ilyin, nacionalistas rusos y místicos ortodoxos preocupados porque la democracia acabara con el alma rusa y convencidos del destino imperial de Rusia? ¿Estaría de más que, ante un problema de corazón como es para los rusos el de Crimea, se recuerde a diario el epígrafe de Putin que Emmanuel Carrère puso hace unos años a su libro sobre Eduard Limonov, un escritor que es la versión punk de Putin: “Quien quiere restaurar el comunismo no tiene cabeza; quien no lo echa de menos no tiene corazón”?

La historia hace a los hombres, pero los hombres también hacen la historia.

elpaissemanal@elpais.es

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