Las guerras de Paz
El combate por la libertad fue para el Nobel mexicano, cuyo centenario conmemoramos, una forma de expiar su defensa del marxismo ortodoxo. El gran poeta y ensayista tuvo el valor de auspiciar a la opinión disidente
México conmemora hoy el centenario de Octavio Paz, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1990 y, para muchos mexicanos, el mayor escritor de nuestra historia. Para celebrarlo, han venido poetas laureados a un recital de poesía y, a lo largo de cinco días, se han llevado a cabo varios actos significativos, entre ellos un Congreso Internacional para discutir los temas que lo apasionaron a lo largo de su vida (la revuelta, la rebelión y la Revolución, el sentido de la historia de México, la relación de los escritores y el poder, los fanatismos de la identidad, la democracia en el orbe latinoamericano). Pero la celebración no será unánime. Las guerras intelectuales que libró en vida, las sigue librando después de muerto. Pareciera que Octavio nunca encontrará la Paz inscrita en su apellido.
Perteneció a esa familia de escritores nacidos alrededor de la Primera Guerra Mundial, marcados por los hechos cruciales que ocurrieron entre 1929 y 1944: la caída de Wall Street, el advenimiento esperanzador de la Revolución rusa, el ascenso del fascismo y el nazismo, la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto. Fue el hermano mexicano de Albert Camus, Ignazio Silone, André Breton, George Orwell, Arthur Koestler, Daniel Bell, Irving Howe: los disidentes de la izquierda. En su juventud fue marxista ortodoxo y en 1937 viajó a España para apoyar a los republicanos. Y, aunque rechazó desde temprano el realismo socialista, repudió al estalinismo y marcó sus distancias de la Revolución cubana, mantuvo su fe en la Revolución como la palanca de redención social, la única posible epifanía de la historia. Todavía en 1967 consideraba al marxismo “nuestro punto de vista” y pensaba que la Revolución, “ungida por la luz de la idea, es filosofía en acción, crítica convertida en acto, violencia lúcida (...). Popular como la revuelta y generosa como la rebelión, las engloba y las guía”. De hecho, no fue sino hasta leer el Archipiélago Gulag en 1974 (justo al cumplir los sesenta años) cuando Paz tuvo la epifanía inversa: “ahora sabemos —escribió ese año— que el resplandor, que a nosotros nos parecía una aurora, era el de una pira sangrienta”.
“Nuestras opiniones en esta materia no han sido meros errores (...), han sido un pecado en el antiguo sentido de la palabra: algo que afecta al ser entero (...). Ese pecado nos ha manchado y, fatalmente, ha manchado también nuestros escritos. Digo esto con tristeza y humildad”.
A lavar ese pecado dedicó los siguientes 24 años de su vida.
Octavio Paz estaba casi predestinado para el culto a la Revolución: nieto de un combativo editor que había participado en las guerras liberales y tenía retratos de Danton y Marat en su biblioteca; hijo del representante de Emiliano Zapata en Estados Unidos, Paz siguió esa genealogía romántica confiando en el poder revolucionario de la poesía para revelar al mundo y para cambiarlo. Pero, curiosamente, en este sentido una influencia importante fue Walt Whitman. Paz no escribió (como Neruda, otro whitmaniano) la gran saga poética de la América hispana sino un admirable libro en prosa: El laberinto de la soledad. Desde su publicación en 1950, sigue siendo, para muchos, el espejo donde el mexicano contempla, con horror y fascinación, los rasgos de su identidad: su extraña pasión por la muerte y por la fiesta, sus miedos más recónditos a ser eternamente vencidos o conquistados, el subsuelo indígena (latente, pendiente), el arraigo de su vieja cultura española y católica, el desencuentro con el liberalismo occidental, la vocación nacionalista y revolucionaria.
Octavio Paz confiaba en el poder revolucionario de la poesía para revelar al mundo y para cambiarlo
Aunque fue celebrado desde muy joven por su poesía filosófica (en la que el tiempo, el instante, el amor y sus metáforas en el mundo natural son temas constantes), tras la publicación de El laberinto de la soledad, la obra y la fama de Paz cobraron mayor impulso. Su encuentro en París con Breton y el surrealismo (desde 1947 hasta 1968 vivió en los ambientes de la diplomacia internacional) y su contacto genuino con las culturas orientales (en particular con Japón y la India, donde vivió, pero también con China) liberaron sus formidables energías creativas, no sólo en su poesía sino en libros de teoría literaria (El arco y la lira, La otra voz) o ambiciosos tratados sobre el ocaso de las vanguardias (Los hijos del limo). A este prestigio fincado en su obra se sumó su gallarda renuncia al puesto de embajador en la India tras la masacre de Tlatelolco que puso un sangriento fin al movimiento estudiantil de 1968. Paz creyó ver en la rebelión estudiantil en Europa Occidental y del Este, Estados Unidos y México el advenimiento de la Revolución que había esperado desde su juventud. Y por un breve momento, los jóvenes de entonces nos unimos a él en esa creencia.
De pronto, para sorpresa de esas nuevas generaciones en México y América Latina, Octavio Paz —el poeta revolucionario, el hombre de izquierda— dio el viraje definitivo que aquellos hermanos suyos, los disidentes de izquierda europeos y estadounidenses, habían dado resueltamente a partir de los años treinta en sus libros o revistas. Criticó con denuedo los fundamentos ideológicos de la Revolución rusa (y la china y la cubana, por añadidura), hizo el recuento de su saldo histórico (mentiras, miserias, crímenes) y revaloró la democracia (desde una postura socialdemócrata).
En 1976 fundó la revista Vuelta, que circuló profusamente, mes con mes, en los países de habla hispana hasta la muerte de Paz en abril de 1998. Vuelta fue su trinchera. Allí publicó la obra de los disidentes del Este (Michnik, Solzhenitsyn, Sájarov, Kolakowski) y la de los nuevos desencantados en Occidente: Vargas Llosa, Semprún, Revel, Edwards. Además de denunciar sistemáticamente a las dictaduras militares de América Latina y la “dictadura perfecta” del PRI, Paz y Vuelta criticaron —desde los valores de la democracia— a los movimientos guerrilleros de América Latina. En aquellos años —aun más que ahora—, la izquierda latinoamericana no toleraba la mínima crítica a Cuba ni la mínima duda sobre el balance “globalmente positivo” del socialismo real en la URSS y Europa del Este. Frente a esa posición cultural hegemónica, Paz tuvo el valor de introducir y auspiciar a la opinión disidente. Los viejos instintos inquisitoriales y escolásticos reaparecieron ante el heterodoxo: fue acusado de “reaccionario”, deturpado en las aulas, las revistas académicas y los periódicos; en 1984 su efigie fue quemada frente a la embajada norteamericana (hecho paradójico, porque Paz fue un crítico persistente de la política exterior estadounidense y la economía de mercado). Pero nunca cejó en su combatividad, quizá porque era una forma de expiación. No fue casual que el primer Premio Nobel después de la caída del Muro de Berlín haya sido para él: un poeta de la libertad.
Fue acusado de reaccionario, fue injuriado en aulas y revistas, pero nunca cejó en su combatividad
Lo acompañé durante 23 años en Vuelta, en esa guerra que no termina. Se sigue librando en las calles de Venezuela y en la conciencia de quienes creemos en la democracia terrenal y perfectible, no en la Revolución redentora y celestial. Paz cometió la herejía de abanderar esa guerra. Muchos, aún, no se lo perdonan. Muchos, aún, quemarían su efigie. Por eso la conmemoración ha sido ambigua. Por eso Paz nunca encontrará la Paz. Es su destino, y su gloria.
Enrique Krauze es escritor mexicano y director de la revista Letras Libres.
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