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Vinito blanco fresquito

Oí la frase, por primera vez, en boca de un amigo marisquero. “El vino blanco es para el pescado; el tinto, para las personas”. Me reí, de acuerdo.

El vino blanco tiene menos prestigio que el tinto, en parte, por culpa de algunos seres mayoritariamente femeninos entre los que no me cuento. Invariablemente, coman lo que coman, estén donde estén, piden vino blanco porque “el tinto se les sube a la cabeza” o les parece “demasiado fuerte”. Este tipo de seres—encantadores, por otra parte—no se cuestiona nada excepto el color. El blanco es tal y el tinto es cual. Nada más. No hace falta decir que hay otro tipo de seres (normalmente, sus parejas) entre los que tampoco me cuento, que hacen todo lo contrario: siempre piden vino tinto porque el tinto “es el bueno y el de los machotes”. Tampoco se cuestionan nada más excepto el color. Los seres a los que me refiero, por ejemplo, en el AVE piden “un vinito blanco fresquito” (siempre, esos diminutivos…). No les importa ni la uva, ni la marca, ni la zona, ni el tipo de copa horrenda en la que se lo servirán, ni si la botella fue abierta antes de la filoxera. Solo quieren “un vinito blanco fresquito”.

Actualmente, en los restaurantes japoneses, en los de arroces, en los de marisco, en los de ostras... hay vinos blancos espléndidos para todos los gustos. El más popular, tal vez, El Perro Verde, un verdejo siempre acertado. Otro verdejo: el Naia. Un golazo. O el increíble albariño portugués Quinta Da Soalheiro. Los clásicos blancos de Viña Tondonia, con viura y malvasía, que son todo un icono. O el emocionante xarel·lo del Penedés, Principia Mathematica, inspirado en un disco del músico Álex Torío y con etiqueta del artista Evru.

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