La lucha por la dignidad de los hijos del antiapartheid
“Es la primera vez que se pone la camiseta azul de la DA”, dice una mujer rubia de fuerte acento afrikáner señalando a un hombre negro. Las diferencias raciales son importantes en Sudáfrica pero más en este caso.
Ese día la DA, la Alianza Democrática, el partido mayoritario entre el electorado blanco había organizado una marcha por las calles de Johannesburgo para reclamar la creación de empleo. En principio, la protesta tenía la intención de terminar ante la sede del Congreso Nacional Africano (el ANC de Nelson Mandela) pero la reacción desafiante de miles de seguidores, algunos con ladrillos y palos, provocaron que la policía desviara la manifestación. La anécdota de los dos simpatizantes azules pone de relieve que no son buenos tiempos para el partido que gobierna en Sudáfrica desde mayo de 1994. Negros apoyando una formación tradicionalmente de blancos, no es muy usual.
El hombre negro vive en uno de los miles de viejos guetos que pueblan el país y explica que está “harto de las promesas” del ANC, como la que le hicieron en 2005 al asegurarle que tendría una casa en condiciones. “No tengo la casa ni confío más en ellos, sólo espero que pierdan”, dice para deleite de su blanca acompañante, que reside en una urbanización de Pretoria.
Las elecciones generales se han convocado para el 7 de mayo y, aunque nadie apuesta por una debacle, la formación que lidera Jacob Zuma teme por primera vez que su poder se debilite, acuciado por la corrupción y por el hartazgo de los más pobres, los que al fin y al cabo le dan sus votos. Sin embargo, el ANC volverá a ganar cómodamente, según todos los augurios científicos y populares.
Unas mujeres lavan la ropa en una fuente comuntaria en Kliptown, donde no hay cañerías que recojan el agua sucia. Foto: Marta Rodríguez
En esta situación, los barrios informales de barracas están en pie de guerra y cada vez son más los residentes que se manifiestan en las calles para pedir unas viviendas en mejores condiciones y acceso al agua y la electricidad. Ha habido más de 32.000 protestas entre septiembre de 2013 y enero, una cifra que sorprende a todo el mundo, a pesar de que por regla general en periodo preelectoral las reivindicaciones son más abundantes. En seis meses, una decena de vecinos han muerto a causa de la carga policial, mientras que en una década las víctimas superan las 40, según un estudio reciente de la Universidad de Johannesburgo. Y las manifestaciones no paran, como si la chispa hubiera encendido el mecanismo de protesta.
Según datos oficiales, en 2011, el 13% de la población reside en estos poblados sin los servicios básicos, la inmensa mayoría negros que o, bien están dentro de las grandes bolsas de desempleo que oficiosamente asciende al 40% del censo, o engrosan la lista de trabajadores sin cualificación, sobre todo en el sector doméstico. La pobreza golpea a más de la mitad de la población.
Se terminó la esperanza y la paciencia entre los más pobres, advierten los analistas, para quienes a pesar de todos los esfuerzos del Gobierno en estos 20 años de democracia, el avance social aún va demasiado lento y se ha estancado sin solucionar problemas tan grandes como la vivienda, el transporte público, la seguridad o la educación. El Gobierno ha construido tres millones de casas sociales pero aún quedan entre seis y siete millones de sudafricanos en lista de espera, sin un grifo en el interior de su casa, alumbrándose con velas o sufriendo porque un vendaval no se lleve las cuatro paredes.
Soweto es un gigante con mucha historia detrás y goza de una fuerte autoridad moral en la batalla reivindicativa. El enorme barrio, con millones de vecinos que nutren de mano de obra las urbanizaciones ricas del norte, es un buen ejemplo para ilustrar esa lentitud. Al lado de casas de protección oficial nuevas, se mantienen en pie barrios chabolistas como el de Kliptown, donde sus residentes se las ven y se las desean para subsistir, con enormes tasas de paro o trabajos "de día" que apenas dan para ganar uno o dos euros. Aquí residen muchos del ejército de recicladores que, con enormes carros, cada día recorren los cubos de la basura de Johannesburgo en busca de plásticos, papeles u otros elementos que luego venden a empresas o en medio de la calle.
Por la mañana, el barrio es un ir y venir constante de gente que lava en uno de los grifos comunitarios o tiende la colada en las vallas, va a buscar el autobús a la carretera o sencillamente departe con algún vecino. Un grupo de jóvenes cava una zanja. “Estamos robando electricidad”, admite uno de la cuadrilla. Unos metros más allá, un hombre también trata de adecentar el terreno perfilando un canal por donde pasan las aguas sucias, mientras que con una carretilla unos adolescentes intentan pavimentar el suelo de un bar.
En Kliptown no hay váteres en las casas y los vecinos tienen que utilizar los químicos que ha instalado el ayuntamiento y que dos días a la semana viene una brigada a limpiar, con la misma constancia que se recoge la basura. En una última reunión, la oficina encargada de la construcción de casas de protección oficial ha asegurado a los residentes que a finales de febrero tendrán buenas noticias. “Sé que cuando termine el plazo tendré que volver a organizar una protesta”, admite resignada Ivy Manyama, sentada en el patio de su barraca.
Pero en Kliptown pocos confían en una solución a corto plazo. Es la misma conclusión a la que llegan los autores de un estudio reciente de la Universidad de Johannesburgo sobre una década de protestas por el subministro de servicios públicos y que subrayan que los residentes de los guetos transforman su hartazgo en violencia sólo tras haber pasado años reclamando por vías de diálogo que alguien les escuche.
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