La batalla equivocada
El mito del Somme nació en los años veinte Decenas de miles de visitantes siguen acudiendo cada año Es el lugar donde se produjo el peor desastre militar de la historia de Reino Unido J. R. R. Tolkien, Ernst Jünger y un soldado llamado Adolf Hitler pisaron el mismo territorio
En la batalla del Somme nacieron el siglo XX y Mordor. El 1 de julio de 1916, en apenas unos minutos, se desencadenó el mayor desastre de la historia militar británica. Tras siete días de bombardeos tan intensos que pudieron escucharse desde Londres, 14 gigantescas explosiones bajo las trincheras enemigas marcaron a las 7.28 de la mañana el inicio de una ofensiva destinada a cambiar el curso de la I Guerra Mundial en el frente occidental. Convencidos de que la artillería había machacado las posiciones alemanas, los soldados salieron al paso hacia las trincheras enemigas. Sin embargo, las defensas estaban casi intactas. Fueron barridos de forma implacable por las ametralladoras alemanas, oleada tras oleada. En los primeros seis minutos se produjeron 20.000 víctimas. Al anochecer, 20.000 militares habían muerto y 40.000 resultaron heridos. Uno de los reclutas que participaron en esa batalla fue un joven recién graduado en Oxford llamado John Ronald Reuel Tolkien. Sin aquella experiencia del horror no puede entenderse El señor de los anillos ni su descripción del mal absoluto en la tierra maléfica por excelencia: Mordor.
La batalla se prolongó entre el 1 de julio y principios de noviembre de 1916, en la región de Picardía, en el norte de Francia. Todavía siguen apareciendo cadáveres, los últimos este mismo invierno durante la renovación de una carretera. “Este fusil fue encontrado la semana pasada”, asegura Dominique Zanardi, de 54 años, dueño desde hace dos décadas de Le Tommy, mezcla de bar de carretera para visitantes del lugar de la batalla y museo. Zanardi muestra una habitación llena de objetos que se siguen hallando casi a diario, desde armas (el fusil en cuestión está recubierto de barro y óxido y es casi irreconocible) hasta todo tipo de bombas. En una pared de su jardín mantiene colocadas 12.000 vainas vacías de obuses. “Es lo que se disparaba en un día de la ofensiva”, señala. Explica que desde niño se dedicaba a vender el metal que expulsaba la tierra y que así nació su afición por la I Guerra Mundial.
Thierry Gourlin, exbombero y presidente de la asociación que regenta el museo privado Somme 1916, en Albert, explica que los zapadores calculan que hasta dentro de cinco siglos no estará totalmente limpia la zona y que se siguen sacando unas 60 toneladas de explosivos al año. Alain Perridon, guía de este museo que recrea la vida en las trincheras, narra lo que hacen los campesinos cuando se encuentran con bombas sin explotar: “Las llevan a un lugar donde de vez en cuando son recogidas por los zapadores”. Zanardi quita importancia al peligro, pese a que una bomba entera significa que mantiene sus explosivos intactos. “Hemos vivido siempre así. Sabemos lo que es realmente peligroso”, agrega en referencia a que todavía aparecen a menudo proyectiles cargados con armas químicas, muy utilizados durante la batalla. Su bar es una mina de información sobre una masacre que se convirtió en un lugar de peregrinaje y de turismo de trinchera.
Allí viajan los protagonistas de Suave es la noche, la novela de Francis Scott Fitzgerald, en busca de los vestigios de la Gran Guerra. La primera guía Michelin sobre la batalla del Somme se publicó en 1920 y sus imágenes muestran un paisaje todavía devastado, pueblos enteros convertidos en escombros, bosques reducidos a astillas, tumbas improvisadas. En esto último, nada ha cambiado: los cadáveres de los soldados nunca fueron trasladados, y la densidad de los cementerios militares es sobrecogedora (410 de la Commonwealth, 22 franceses y 14 alemanes). Hoy, los visitantes de todo el mundo siguen acudiendo cada año, por decenas de miles, sobre todo en torno al 1 de julio. La memoria se mantiene, convertida en piedra, en el memorial de Thiepval, el mayor monumento funerario militar británico del mundo. El escritor John Berger, citado por Geoff Dyer en The missing of the Somme, libro de viajes a los escenarios de la batalla, dijo que Thiepval es un lugar tan impactante porque encarna el siglo XX, “el siglo en el que la gente contempla constantemente cómo personas muy cercanas desaparecen en el horizonte”. “El memorial de Thiepval proyecta una sombra sobre el futuro, una sombra que alcanza los muertos del Holocausto, el Gulag, los desaparecidos en América del Sur o en Tiananmen. Por eso el siglo XX está concentrado allí, es una profecía, un recuerdo del futuro”, escribe Dyer. Un personaje de Suave es la noche asegura tras visitar ese mismo lugar: “Todo mi hermoso mundo, delicioso y seguro, saltó por los aires aquí”.
El objetivo de la ofensiva, para la que habían sido movilizados solo entre los británicos medio millón de soldados, era romper las líneas alemanas en el oeste del frente occidental. Los británicos atacaron más el norte, y los franceses, que encontraron menos dificultades, el sur. Todo lo que pudo salir mal, salió mal. Tras el desastre del Somme, los británicos anularon las llamadas “brigadas de colegas” (pal brigades), que reunían a amigos que se habían alistado juntos o a personas del mismo barrio, pueblo, fábrica, clase… Hubo localidades que perdieron a casi todos sus varones en edad de guerrear. Las comunicaciones no funcionaban, no se sabía lo que ocurría en el campo de batalla.
¿Por qué nadie cambió el plan cuando los soldados caían a miles sin ni siquiera alcanzar las trincheras enemigas? John Keegan, el gran historiador militar, lo resume en su estudio clásico sobre esta ofensiva, El rostro de la batalla (Turner): “Primero, por el respeto tradicional de los militares al plan trazado, pero también porque las pérdidas humanas abultadas eran un parámetro integrado en la doctrina militar de la época”. “Los oficiales novatos mueren por decenas, cada minuto”, escribió el autor de El señor de los anillos al partir hacia Francia, según recuerda el periodista John Garth en Tolkien and The Great War (Harper Collins). Las escenas de destrucción, los pueblos arrasados, llenos de cadáveres o de heridos destrozados por las balas, la metralla o el gas, la tierra negra bajo el aire pesado de la muerte y la pólvora, están reflejados en su obra magna, en la que los hombres son capaces de dejarse llevar por el mal absoluto que además estuvo presente en carne y hueso en el Somme. Un soldado alemán de primera llamado Adolf Hitler resultó alcanzado en una pierna en Bapaume el 7 de octubre de 1916.
El dibujante Joe Sacco refleja en The Great War, su impresionante recreación del Somme que Mondadori publicará en marzo, la movilización general hacia ninguna parte. Su panorama recoge la evolución de la esperanza al cataclismo. “Los soldados que se preparaban para la batalla lo llamaban el gran empujón. Muy pocos de ellos eran en realidad soldados”, escribe la historiadora Lyn MacDonald en la obra de referencia sobre la ofensiva, Somme (Penguin). “Eran tenderos, artesanos, aristócratas, carniceros, buhoneros, campesinos, maestros, pastores, banqueros, pero estaban unidos por la resolución de dar una lección de una vez por todas a los alemanes”. Así describe MacDonald a los Tommies, los soldados británicos, aunque también podría aplicarse a los de las otras nacionalidades de la Commonwealth. Para los franceses, en cambio, ha sido durante años una batalla oculta, eclipsada por Verdún, el horror que copa la memoria nacional. En el sector francés combatió Ernst Jünger, que relata su visión de la contienda en Tempestades de acero.
Thiepval era el principal objetivo británico. En teoría, debía ser tomado en las primeras horas de la ofensiva. No cayó hasta septiembre. Desde la colina en la que está situado, resulta increíble pensar que alguien mandase a miles de soldados contra las ametralladoras y las alambradas que, pese a la intensidad del bombardeo, estaban intactas porque se habían utilizado proyectiles que explotaban en el aire, tratando inútilmente de diezmar con la metralla a un enemigo resguardado en refugios subterráneos. Cuando se recorren los escenarios del combate, un terreno casi siempre plano con claras colinas estratégicas, el absurdo de la batalla queda patente, como también el valor sin límites de los que participaron en ella. También la capacidad de una sociedad para convencer a toda una generación para que acudiese al frente.
Otro lugar impresionante es el monumento de Terranova, en Beaumont- Hamel, territorio canadiense en Francia que conserva las trincheras. Terranova no era entonces Canadá, sino un país asociado a Reino Unido. Unos 800 soldados tenían que tomar las posiciones alemanas. “No avanzaron ni unos metros”, relata Vincent, estudiante canadiense de 20 años enviado por su Gobierno durante cuatro meses para servir de guía en este lugar de peregrinación. El 86% de los soldados resultaron heridos o muertos en minutos. “En una carta”, prosigue Vincent, “un alemán relata que casi tenía sentimiento de culpa por lo fácil que resultó matar a sus enemigos, que avanzaban a plena luz del día contra sus ametralladoras”, la letal Maxim MG-08.
Los avances fueron insignificantes. En la actualidad, la línea del frente está jalonada por carteles en la carretera nacional D929. Apenas pasan cinco minutos desde que se supera el indicador que señala el lugar donde estaba la contienda el 1 de julio hasta que alcanza el que apunta el emplazamiento el 1 de septiembre de 1916, en el pueblo de Pozières. De nuevo hay que recurrir al superlativo: en esta localidad se produjo el mayor desastre militar de la historia de Australia. Veintitrés mil bajas para avanzar unos kilómetros. Peor que Galípoli. Desaparecieron 4.300 soldados. Lo más grave es que toda la batalla fue una inmensa maniobra de distracción para obligar a los alemanes a desplazar tropas desde Verdún hasta este nuevo frente y así aliviar la presión contra los franceses.
Nunca ha sido tan certera la expresión carne de cañón como en aquel combate. Geoff Dyer narra que, en esos libros de condolencias que hay en todos los cementerios militares, se encontró con el siguiente diálogo: “¡Nadie habla de los seis millones de judíos!”. A lo que alguien respondió al lado: “Guerra equivocada, colega”. Fue, sin duda, la batalla equivocada en la guerra equivocada. “Las terribles bajas del Somme supusieron un punto de inflexión para muchos soldados británicos. Se produjo un giro hacia una especie de tenaz cinismo, una falta de fe en que alguna batalla pudiera servir para algo”, escribe Adam Hochschild en Para acabar con todas las guerras (Península).
Escenario tras escenario, se multiplican los relatos de inútil heroísmo. El campo de batalla de 1916 engloba hoy unas cuantas ciudades y pueblos –Albert, Perrone, Thiepval, Maricourt, Longueval, La Boisselle– separados por pocos kilómetros en un territorio eminentemente rural. Una de las formas de combate del conflicto fue la guerra de las minas: los atacantes excavaban túneles bajo las trincheras enemigas, los llenaban hasta los topes de explosivos –el amonal comenzó a utilizarse entonces– y luego prendían la mecha. Cavar era muy peligroso y se hacía en silencio porque el enemigo estaba justo encima. A veces se lo encontraban bajo tierra haciendo lo mismo. Un británico, Richard Dunning, compró en 1978 el terreno que rodea uno de los cráteres para conservarlo y convertirlo en un monumento. Con sus 17 metros de profundidad y 67 de diámetro, parece más el fruto de un meteorito que del estallido de 30 toneladas de explosivos.
Más allá del culto a la memoria, del peregrinaje en busca de los familiares desaparecidos, el horror marcó muy pronto el recuerdo de la Gran Guerra. “Para todo el mundo, tanto aliados como alemanes, todo estaba permitido, desde bombardear civiles hasta destruir ciudades, utilizar gas, mandar miles de soldados contra las trincheras. Como escribió el historiador George Mosse, representó la brutalización de la guerra”, explica Marie-Pascale Prévost-Bault, conservadora principal del Museo Historial de la Grande Guerre, situado en Peronne, que será reinaugurado el 1 de marzo. La primera sala pone en contexto el momento en que estalló el conflicto, en 1914, cuando la industrialización iba acompañada de una carrera armamentística entre las grandes potencias. En el Somme se utilizaron los primeros tanques de la historia como preludio de la clave para la victoria: las nuevas tecnologías (aviones, carros de combate) sumadas a la intervención de los estadounidenses. “Fue una época en la que los militares dominaban al Gobierno. Es una lección para no olvidar”, prosigue la conservadora.
Vincent Laude, de 45 años, responsable del centro de interpretación de Thiepval, señala espacios en blanco entre los 72.000 nombres que cubren las paredes del memorial. Son los de soldados que desde la inauguración del monumento han sido encontrados e identificados. El visitante es recibido con un gran cartel que recoge 600 retratos de desaparecidos. “Queremos ponerles un rostro”, explica. Actualmente, dos británicos, Ken y Page Linge, recopilan las biografías de los desaparecidos, con una edad media de 25 años. Llevan 10.000.
Todos los cementerios del Somme simbolizan una gran lucha contra el olvido, aunque muchas tumbas pertenecen a soldados desconocidos, siempre con la misma inscripción: “Un soldado de la Gran Guerra. Solo conocido por Dios”. Pero una tumba en un cementerio rural alejado del campo de batalla tiene un epitafio muy diferente. El camposanto del pueblo de Bailleulmont, además de las lápidas locales, tiene un área dedicada a soldados británicos. Una placa verde lo indica a la entrada: Commonwealth War Graves. Las 33 tumbas de militares británicos están alineadas sobre un césped impecable, en una esquina del recinto.
La sepultura con más cruces de madera y amapolas, el símbolo del homenaje a los combatientes, tiene una inscripción muy diferente: “Soldado A. Ingham. Manchester Regiment. 1 de diciembre de 1916. Fusilado al amanecer (Shot at dawn). Uno de los primeros en alistarse. Digno hijo de su padre”. En este cementerio hay otras tres tumbas de soldados fusilados por desertar o por cobardía. Su familia se empeñó en que esta inscripción figurase en su lápida porque se sentían orgullosos de Ingham. Tras haber sobrevivido a la primera carnicería del Somme, huyó en octubre de 1916 junto a su compañero Alfred Longshaw, que reposa en la tumba de al lado, cuando iban a volver a ser enviados al frente. Fueron descubiertos con ropas civiles, sometidos a un consejo de guerra y condenados a muerte. Ingham tenía 24 años; Longshaw, 21. Si el monumento de Thiepval refleja el siglo XX, esta sencilla tumba del cementerio de Bailleulmont debería reflejar el siglo XXI, una época que aprende de sus errores, que se atreve a mirar su pasado, que no quiere más generaciones perdidas.
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