La nacionalidad catalana y el consenso
El estallido soberanista debe racionalizarse y ajustarse al máximo a la legalidad
La deriva soberanista que se respira desde hace meses en Cataluña, a propósito del reclamado “derecho a decidir”, es una muestra palpable del creciente deterioro del consenso constitucional conseguido hace 36 años, en el que fue pieza clave el reconocimiento y garantía del derecho a la autonomía de las nacionalidades. Es lamentable que lo entonces pactado por el poder constituyente, en circunstancias políticas hostiles, no sea desarrollado coherentemente varias décadas después por el poder constituido, cuando ya desaparecieron aquellas circunstancias (aunque traten de abanderarlas cada día los cornetas del apocalipsis).
La actitud de Mariano Rajoy, su Gobierno y su partido apela a la negatividad que logran extraer del texto constitucional, sin utilizar las vías que abre para el diálogo y la negociación, que seguramente ni siquiera exigiría la posible reforma de la Ley Fundamental, más necesaria de actualizar en otros aspectos. Para encajar mejor a Cataluña en España, que es de lo que se trata..., hay que utilizar la herramienta del consenso. Pero Rajoy y los suyos no deben reproducir la posición de sus antecesores de Alianza Popular (AP) ante aquel consenso, porque entonces solo van a aflorar las líneas rojas, fruto de la oposición cerrada al mismo que representaron.
La introducción en la Constitución del “derecho a la autonomía de las nacionalidades” (comprometido con la oposición antifranquista y sellado definitivamente en la Moncloa por Adolfo Suárez con Jordi Pujol y Miquel Roca el 16 de marzo de 1978) solo había tenido en la ponencia constitucional el voto en contra de Manuel Fraga, quien estimó “indiscutible”, con razón, “que nación y nacionalidad es lo mismo”. El texto aprobado por la ponencia por seis votos a uno reconocía “el derecho a la autonomía de las diferentes nacionalidades y regiones que integran España, la unidad del Estado y la solidaridad entre sus pueblos”.
El impacto causado cuando se conoció esa inclusión hizo necesario edulcorar aquel acuerdo con una hinchada envoltura que lo hiciera digerible para los entonces llamados “poderes fácticos”, especialmente las Fuerzas Armadas. Así, el artículo 2 vigente dice farragosamente: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”. La habilidad de quienes elaboraron el nuevo texto les hizo incluir, junto a la mención de la patria y otros vocablos que sonaban bien a los oidos centralistas, la innovación de que la Constitución “garantiza” ese derecho.
Si lo que no gusta es la pregunta, ¿se ha negociado otra pregunta que resulte constitucionalmente apropiada?
Se salvó el término “nacionalidades” a un precio político que tenía sentido entonces, por lo que aferrarse a la letra de aquel texto, como hace —ahora— Rajoy, no significa invocar el consenso constitucional, sino resucitar las amenazas al mismo, que los constituyentes se vieron obligados —entonces— a sortear, y alinearse con la excepción minoritaria de la AP de Fraga. Por lo demás, esa tajante fraseología, aparentemente irreversible, recuerda la legislación franquista que declaraba los principios del Movimiento Nacional, “por su propia naturaleza, permanentes e inalterables”. La rotunda declaración no impidió que tales principios pasaran, en su momento, al baúl de los recuerdos. (Curiosamente, la expresión “por su propia naturaleza” reaparece en el artículo 150.2 de la Constitución, invocado por el Parlamento catalán para que el Estado le transfiera o delegue la facultad de convocar un referéndum consultivo.)
Ante propuestas catalanas consideradas por el Gobierno central tan excesivas, ¿cuáles son las ofertas sensatas realizadas desde ese sentido común tan valorado por Rajoy? Si lo que no gusta es la pregunta, ¿se ha negociado otra pregunta que resulte constitucionalmente apropiada? ¿Se ha planteado la elaboración de un nuevo Estatuto, que una vez convertido en ley orgánica por las Cortes Generales y aprobado en referéndum por el cuerpo electoral de la Comunidad Autónoma Catalana —“derecho a decidir”— entrara en vigor, sin riesgo de que fuera impugnado por los partidos, que ya pudieron corregirlo en el Parlamento? Así se evitaría una sentencia como la que dictó el Tribunal Constitucional en 2010, fuente de muchos de los problemas actuales.
Y si Rajoy sufre impotencia política y no contempla nada para negociar, que pida consejo a los artífices del consenso que invoca. ¿Se le ha ocurrido solicitar un dictamen sobre un mejor encaje de Cataluña en España a los tres ponentes de la Constitución que sobreviven, del total de siete: Miquel Roca, José Pedro Pérez Llorca y Miguel Herrero? A ellos no les sería difícil encontrar una solución aceptable para todos, porque negociaron cuestiones más intrincadas.
El estallido soberanista de Cataluña, que debe racionalizarse y ajustarse al máximo a la legalidad, no debe combatirse desde Madrid como una excrecencia patológica. Es preciso que el Estado social y democrático de Derecho que consagra la Constitución utilice todos los procedimientos políticos y jurídicos para conseguir ese encaje adecuado de Cataluña en España. Porque, 36 años después del pacto de 1978 y extinguidos ya los frenos franquistas y castrenses de aquel momento —o así tendría que ser—, ese nuevo acuerdo de España y Cataluña debe significar un avance democrático del consenso constitucional.
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