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La importancia de llamarse Paul Smith

El diseñador que mejor ha redefinido la sastrería británica abre las puertas de su mundo en una exposición en Londres y recorre los pasajes de su vida: desde sus orígenes humildes hasta un presente de millonario ‘sencillo’

Paul Smith, en el caos de su despacho, un gabinete de curiosidades donde se amontonan sus peculiares colecciones (de conejos, cámaras 'vintage', velocímetros, robots...).
Paul Smith, en el caos de su despacho, un gabinete de curiosidades donde se amontonan sus peculiares colecciones (de conejos, cámaras 'vintage', velocímetros, robots...).JAMES MOONEY

Una figura larga se eleva entre cartones y operarios. Con el pelo enmarañado, gafas de carey y una sonrisa franca, Paul Smith (Nottingham, 1946) reparte instrucciones para el montaje final de la exhibición que hasta el 22 de junio le dedica el Design Museum de Londres. El acento ligeramente cockney, que arrastra desde sus años de humilde chico de provincias, no logra enmascarar que estamos ante el hombre que dio un timonazo de estilo al armario masculino. Hoy despacha 3,5 millones de prendas al año y factura unos 420 millones de euros. Pero lo importante en este preciso momento no son los números, sino que cada detalle de su mundo quede reflejado en un espacio museístico más bien reducido para su dilatada trayectoria. Poco le importa. “Esto no pretende ser una retrospectiva, sino una invitación a contagiarse de creatividad”, dice, efervescente.

Él mismo te toma el abrigo, lo pone a buen recaudo y ejerce de guía improvisado. Habla muy de cerca, toca al interlocutor todo el rato y ríe abiertamente. “Aquí es donde empezó todo”. La mínima estancia que recibe al visitante recrea su primera tienda en Nottingham. La abrió en 1970, con 24 años. Apenas ocupaba 12 metros cuadrados. “El mánager era mi perro, Homer”. La foto de un folleto –del joven Smith bailando con un lebrel afgano– lo atestigua. “Mi objetivo es que, sobre todo, la gente joven que venga aprecie que se pueden hacer las cosas desde la modestia. Hoy, muchos quieren que todo vaya muy deprisa: piden dinero prestado, se venden a grupos empresariales… Piensan que esto se basa en hacer muchos contactos y dejarse ver, y no dedican el tiempo necesario para aprender cómo se construyen las cosas”.

Dice que lo sencillo siempre es más eficaz que lo artificioso. Hasta el título de la muestra, Hello, my name is Paul Smith, refrenda su filosofía. Una pequeña broma sobre el duelo imaginario que se trae con otro Paul, Klee, a quien la Tate dedica una retrospectiva a unos cientos de metros, nos lleva hasta otra de sus insignias. El pintor expresionista escribió: “Descubrí el compromiso con el color en un viaje a Túnez”. Smith, que se declara alérgico “a la arrogancia que envuelve a muchos artistas”, reconoce, sin embargo, que se lo debe a Pauline Denyer, su mujer y cómplice desde hace 46 años. Ella rompió su cascarón. “Era diseñadora de formación y algo mayor que yo [seis años]. Había estudiado Historia del Arte y pintaba. Dotó a mis ideas de sofisticación. Fue quien me enseñó a mezclar con efectividad los colores”. Hoy, aunque ella dejara de ejercer de partenaire en la sombra a mediados de los ochenta para dedicarse a pintar, “continúa siendo mi mentora”.

El propio Paul Smith, fotógrafo aficionado, saca las fotos de sus campañas. Aquí, una de 2013.
El propio Paul Smith, fotógrafo aficionado, saca las fotos de sus campañas. Aquí, una de 2013.

Él pasaba de lo creativo. Quería ser ciclista profesional. Dejó los estudios a los 15 años, y su padre, vendedor a domicilio, le metió como mozo en el almacén de ropa de un amigo “donde regía lo funcional, el concepto ‘moda’ no existía. Salí de la escuela un viernes y ya estaba trabajando el lunes. No he tenido un solo día libre en mi vida”, se carcajea. En sus ratos libres volaba por las calles del pueblo en bici. Hasta que su sueño se truncó. Se estampó, con 17 años, contra un coche. Aún hoy se yergue la cicatriz, orgullosa, en su nariz. Se rompió varios huesos más. Estuvo en el hospital seis meses. Allí hizo amistad con otros internos que estaban metidos en la escena artística local. A los 18 se ofreció a colaborar con una amiga en una boutique. A los 21 conoció a Pauline en un pub. Al poco, ella se mudó a vivir con él y se trajo a sus dos hijos de un matrimonio anterior (no han tenido propios). Cuando montaron la tienda solo abrían los viernes y los sábados. El resto del tiempo trabajaban en lo que saliera.

El diseñador recuerda que hubo momentos en los que todo parecía dirigido al desastre total. “Cuando fuimos a París a vender por primera vez la colección improvisamos un showroom cuatro días en la habitación de un hotel modesto. ¡Y no apareció nadie hasta la última tarde! Al menos, el único comprador que vino se convirtió en uno de nuestros clientes más fieles”. Como recordatorio, la exposición emula también esa habitación de hotel, entre una estancia con proyecciones en pantalla plana titulada Inside Paul’s head que pretende trasladar su proceso creativo de asociación de ideas y otra que imita su estudio londinense.

Empezó con trajes masculinos de tweed tradicional en colores que escapaban a la norma. Su objetivo: hacer “ropa sin clases”. También ha descrito lo suyo como “un choque entre Savile Row y Mister Bean”. Posiblemente, esa alergia a intelectualizar o analizar de más el sentido de sus creaciones –un síndrome más extendido de lo que debería en la moda– sea uno de los pilares de su éxito. Fue el primero en esgrimir, ya en el arranque de los ochenta, el classic with a twist que aleja el buen vestir del elitismo. La chaqueta azul que lleva hoy, que oculta un vistoso forro adamascado, los pantalones ligeramente pitillo que realzan aún más su metro noventa, y los zapatos marrones de cordón a juego con un cinturón de hebilla sirven de traducción literal. “Yo soy mi mejor anuncio… Y me salgo gratis”, ríe.

"Yo soy mi mejor anuncio... y me salgo gratis", dice el diseñador

Por más que reniegue de contratar a estrellas para sus campañas o sentarlas en las primeras filas de sus desfiles, se ha fraguado algunos buenos amigos famosos: Eric Clapton, Daniel Day-Lewis, Colin Firth, Jamie Oliver, Gary Oldman. Hasta el propio David Bowie es cliente. De los que pagan. También se ha ganado fieles fans femeninas (a pesar de no haber hecho ropa de mujer hasta 1994). Patti Smith, la primera. Se conocieron en un vuelo de Barcelona a París en 1978; ella le regaló un bolso de tela con las siglas que comparten bordadas y una marioneta dentro. Y a menudo queda a tomar café con el escritor Hanif Kureishi. “Por mucho que me cueste, por mi dislexia, me he tenido que leer todos sus libros, porque si no me abronca”.

Han vestido sus trajes lo mismo Tony Blair que David Cameron. Quizá el día en el que se convirtió oficialmente en un emblema nacional fue en el que los príncipes Carlos y Diana se tomaron sus fotos oficiales de compromiso envueltos en sendas camisas azules de Paul Smith. Años después, en 2000, se lo recordaría la propia reina Isabel, cuando le nombró caballero. “Me dijo: ‘Enhorabuena por sus logros como exportador”.

Su peculiar sentido del humor se reafirmó al instalarse en Londres en 1979. Frente a la capitalización del punk, ofrecía alternativas a los clones de Bryan Ferry y ofertaba insospechados objetos contemporáneos (desde calculadoras Braun hasta las primeras aspiradoras Dyson) con los que completar la experiencia de construir un estilo propio. Hoy ha hecho de sus más de 350 tiendas propias repartidas por el mundo auténticos bazares. Solo en Japón tiene 265. Es su principal mercado. Lo lleva cultivando desde que viajara allí a mediados de los ochenta. A pesar de haber vendido el 40% de su firma al grupo nipón Itochu (él conserva el otro 60%), permanece independiente. “Son socios pasivos, no intervienen en el proceso creativo ni nada”, aclara.

Paul Smith abrió su primera tienda en 1970, con 24 años, en su Nottingham natal. Apenas tenía 12 metros cuadrados.
Paul Smith abrió su primera tienda en 1970, con 24 años, en su Nottingham natal. Apenas tenía 12 metros cuadrados.

Y explica uno de sus secretos para no haber dependido de nadie más que de sí mismo: “Reinvertir los beneficios en la propia empresa. Tengo algunas obras de arte, una preciosa casa en Italia [cerca de Lucca, en la Toscana], otra en Londres, unos muebles fantásticos… Pero nunca he necesitado un jet privado o un chófer a mi disposición. A veces voy en bici a trabajar y conduzco un Mini”. Esos esfuerzos por sepultar al millonario caprichoso se desdicen si recordamos que, cuando comenzó a amasar su fortuna ejerciendo de consultor para otras firmas, tuvo varios vehículos Porsche 911. “Eso fue meramente funcional”, desestima. “En esa época aún vivía en Nottingham y tenía que bajar tres veces por semana a Londres. Tuve un accidente con mi utilitario y un amigo me ofreció un Porsche para esa misma tarde. Y me enganché. Necesitaba un vehículo rápido, porque, si no, esos viajes se hacían eternos, ¿sabes?”.

Hoy, su sencillez se resume en una rutina que comienza a las cinco de la mañana. Se sumerge en la piscina del Royal Automobile Club (o en la del Park Hyatt, si está en Tokio, adonde viaja, mínimo, dos veces al año). A las seis está en la oficina (“con las señoras de la limpieza”) y escucha música a todo volumen hasta las ocho (la mañana de nuestro encuentro, a los Talking Heads, “en vinilo”), envuelto en su particular caos. El mismo que recrea uno de los rincones de la exposición, donde ha desplazado parte de la colección de objetos que inundan su despacho, desde el primer iMac, regalo de Jonathan Ive (vicepresidente ejecutivo de diseño de Apple), que nunca llegó a encender, porque no utiliza ordenadores, hasta sus cámaras de fotos vintage. Entre ellas se encuentra su particular Rosebud, la Rolleiflex que su padre, fotógrafo aficionado, compró en 1958. Con ella captó al niño Smith a los 10 años volando en un fotomontaje sobre una alfombra. No podía imaginar entonces que ese viaje mágico le duraría toda la vida.

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