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EL PULSO
Columna
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Cosas que vi en Tortugueros

La experiencia turística será fotografiada (y compartida 'online') o no será. Hasta que el protagonista se encuentra con la prohibición de captar imágenes ante el espectáculo del desove de las tortugas

Para llegar a Tortugueros hay que atravesar las páginas de El corazón de las tinieblas. Los canales se bifurcan como arterias enfermas; paredones de vegetación niegan el horizonte; es imparable esa invasión de manglares. En la maraña verdosa asoman carteles que prohíben la caza furtiva. Uno se imagina a un Kurtz costarricense y caribeño en alguno de esos embarcaderos que dejamos atrás. “Veremos monos, iguanas, perezosos, cocodrilos y…”, suspense dramático, “tal vez un jaguar”, nos prometió antes de salir el capitán. Bichos que son atracciones turísticas: las cámaras en vilo durante todo el trayecto. No aparece la piel jabonosa del jaguar, pero los demás sí que van dejándose fotografiar. El paisaje es digno de Conrad, pero estamos en la era del turismo.

Durante milenios, los viajes se registraron sobre todo textualmente. Los itinerarios, las descripciones, los diarios, los cuadernos de bitácora y los libros de viaje fueron los testimonios por excelencia de los periplos. A la cartografía y los apuntes del natural se les fueron sumando en la modernidad otras herramientas gráficas. En las grandes exploraciones del siglo XVIII, como puede verse en la película Master and commander, se volvió habitual la presencia de artistas en los barcos. El Grand Tour –en la misma época, pero en tierra– empezó a combinar la escritura de cartas y dietarios con esbozos a acuarela o carboncillo. La llegada de la fotografía inició un proceso que, tras su matrimonio hace medio siglo con el turismo de masas, culmina con la revolución digital. Joan Fontcuberta ha escrito que “las fotografías analógicas tienden a significar fenómenos; las digitales, conceptos”. En la experiencia turística: conexión y exhaustividad. Registrarlo absolutamente todo para, en teoría, en algún momento compartirlo.

“No he visto un jaguar en mi vida”, me cuenta Jacinto, nuestro guía, mientras avanzamos por la playa nocturna, “es casi imposible verlos, aunque por las mañanas te encuentras con los cadáveres destrozados de las tortugas”. He visto turistas que lloraban porque no habían podido ver, es decir, fotografiar, ballenas en la Patagonia. He visto turistas que lloraban porque no habían podido fotografiar, es decir, ver, a causa de la niebla las Torres del Paine tras varios días de caminata. Por suerte, aquí nadie ha venido a ver o fotografiar jaguares, sino a contemplar el espectáculo del desove de las tortugas. El problema es que es de noche y que las cámaras están completamente prohibidas. “Por la mañana”, me consuela Jacinto, “puedes venir a fotografiar sus rastros”.

Y es rarísimo. Y al principio no sabes cómo actuar. Y las ves llegar, como bestias mitológicas, el caparazón petróleo con su rastro lunero. Y las ves trepar, paquidérmicas, derribando los obstáculos hasta alcanzar el lugar exacto en que escarbarán su nido. Y quisieras hacerles fotos. Y te mueres de ganas de hacerles fotos. Y te llevas la mano sin querer al bolsillo y buscas en vano el móvil. Y te imaginas los me gusta y los retuits. Pero todo eso ha desaparecido: estás a solas con tus ojos. Vuelves a ser el niño que no tenía cámara de fotos, que no dependía de tecnologías de la mirada, que observaba fenómenos, no conceptos. Iluminados por una linterna infrarroja, los huevos van cayendo, gelatinosos y perfectos, en su hogar de arena. Es ginecológico, obsceno, pero también bello, ver acumularse toda esa vida en potencia: imaginar el crecimiento, las cáscaras que se rompen, las criaturas en su camino hacia la madre mar. Imaginarlo.

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