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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Lecciones en el aire

No deberíamos anticipar el fracaso de las negociaciones para la cumbre del cambio climático de 2015. La extensión del progreso tecnológico y las enseñanzas de los horrores de tiempos pasados facilitan el camino

EDUARDO ESTRADA

Hace tiempo escuché a una joven israelí contar que el sueño de todos los niños de Oriente Próximo es ser quienes redacten el texto del acuerdo de paz entre Israel y Palestina. Mientras, la historia y su versión diaria, la actualidad, se nos muestran llenas de batallas y atentados, resulta bonita la idea de que haya niños soñando con las palabras que deberán escribirse para hacer posible la convivencia sobre una región, un país. De modo un tanto semejante, cuando el asunto del cambio climático provocado por el ser humano corre el riesgo de convertirse en un eco sordo del presente —el deshielo del Ártico, el retroceso de los glaciares, los fenómenos extremos—, ante el que no sabemos qué hacer o esperar, tal vez sea útil revisar qué principios podrían firmar los grandes países industrializados para detener este gigantesco experimento con el planeta. Las cumbres que se iniciaron en Río de Janeiro en 1992 deben culminar, según la meta fijada en la cumbre de Durban, con un acuerdo vinculante en París en 2015. O fracasar.

Anticipar que las negociaciones de los próximos dos años depararán mínimos compromisos decepcionantes sería subestimar la capacidad de adaptarse a los límites que ha caracterizado la aventura humana. Hace apenas 50 años, los físicos preveían que las emisiones antropogénicas de dióxido de carbono no alterarían nunca la composición de la atmósfera porque serían absorbidas por los océanos. Un geoquímico norteamericano, Charles Keeling, sin embargo, se obstinó en verificar si lo que la mayoría opinaba era o no cierto. Sus primeras mediciones probaron que el CO2 se estaba acumulando en la atmósfera, tendencia que se ha mantenido constante en este medio siglo; así, mientras en 1959, Keeling midió una concentración de 316 partes por millón (ppm), el pasado verano fue noticia la superación del umbral de 400 ppm. Lejos de ese aire puro, a ras del tortuoso terreno de los intereses humanos, las cuestiones de la energía se antojan en cambio demasiado complejas para desanudarlas en análisis sencillos: apenas hace falta subrayar que la inestabilidad de muchos territorios es imposible de entender sin una conjunción de petróleo y armas; o que las dificultades de los Gobiernos para regular de manera equilibrada los mayores precios de la energía, sin alimentar rentas de grupos de presión nacionales, son comunes a numerosos países.

China no va a crecer siempre con un parque de generación propio de la Inglaterra de Dickens

Las esperanzas de un compromiso para detener nuestro experimento con el único planeta conocido con vida, residen en planear las inversiones energéticas de las próximas dos décadas para no superar los 450 ppm de CO2 en la atmósfera. Las grandes decisiones para esta senda 450 son sabidas: regular los estándares de consumo en automóviles, electrodomésticos o iluminación, restringir el uso de las plantas de carbón más antiguas, desarrollar las energías renovables o reducir las fugas de metano en la producción de petróleo y gas. Avances de ese tipo constituyen, de hecho, hitos naturales en el crecimiento económico: las fábricas de un país atrasado comienzan usando el barato carbón local, hasta que su propio éxito les permite instalar maquinaria y hornos para procesos más modernos; un país que sale de la miseria puede considerar inevitable la polución urbana o los abusos de los poderes fácticos, pero antes o después se llega a situaciones insostenibles y surgen corrientes ciudadanas que reclaman un desarrollo equilibrado y bienes públicos —aire limpio, derecho al debate— que vayan más allá de asegurar un sustento y un techo. Una sociedad progresa cuando se hace más humana, por más que ese esperanto tecnocrático que vela muy diversos conflictos contemporáneos haga olvidarlo a veces.

Que las grandes decisiones sean simples no quiere decir que sean fáciles de acordar, ni de explicar, evidentemente. Suponen condicionar elecciones sobre qué tipo de riqueza se quiere crear: coches modernos con menos consumo o tartanas que se abaraten lo máximo; industrias con humo negro o blanco; casas con compresores de aire eficientes o que derrochen energía. A pesar de que, para cierta mentalidad, el desarrollismo implique asumir expolios ambientales, en realidad la extensión del progreso tecnológico facilita el camino y ensancha las posibilidades: a la industria del automóvil no le ha dado por producir seiscientos cada vez más baratos, sino coches cada vez más verdes y sofisticados. China no va a seguir creciendo siempre con un parque de generación propio de la Inglaterra de Dickens; y el hecho de que sus nuevas clases medias aspiren a tener electrodomésticos y confort no quiere decir que no existan alternativas para que lo consigan sin consumar la transformación irreversible del aire de la Tierra, según muestran las proyecciones de la Agencia Internacional de la Energía.

EE UU paralizará próximamente

Quizás la mayor dificultad para forjar un acuerdo global hacia la senda 450 resida en que se trata de repartir la carga de las reducciones de CO2, que es tanto como decir compartir sensatamente el aire del mundo. Llegado ese momento del reparto, China opone dos protestas ante EE UU y Europa: que ella no ha creado el problema, o no en su mayor parte, y que su economía aún emite un CO2 medio per capita muy inferior a Occidente. El primer argumento es razonable y se puede resolver con una metodología proporcional: por ejemplo, aunque China, EE UU y la Unión Europea representen hoy el 27%, el 17% y el 12% de las emisiones globales, respectivamente, si se toman en cuenta las toneladas de dióxido acumuladas en los últimos 50 años, esos porcentajes cambian al 13%, China; 25%, Estados, Unidos, y 19%, Unión Europea. Parece razonable, pues, que China realice un esfuerzo de reducción proporcional, que sea, digamos, la mitad que EE UU o Europa, aunque sea el mayor emisor hoy. En cambio, la idea de que la baja emisión per capita justifique en sí evitar un compromiso no resulta convincente ni manejable, porque comparar la renta per capita que los países alcanzan en distintas épocas del progreso y tratar de igualarlas, por mucho que suene atractivamente justo, significaría ir contra la realidad de la velocidad histórica diferente que ha tenido el avance económico en distintos continentes.

La consecución de un acuerdo internacional no debería suponerse demasiado compleja para ser posible. Numerosas políticas nacionales ya van en la dirección correcta, solo que todavía no con el impulso global suficiente. Es el principio de “desarrollo igual a contaminación” el que está equivocado, no el de que “es posible un acuerdo sobre tecnologías existentes y principios de proporcionalidad”.

Los próximos dos años de negociaciones ante la cumbre de París estarán marcados por varios momentos críticos: la Administración de Obama aprobará en junio de 2014 la regulación que paraliza la construcción de nuevas centrales de carbón en EE UU y presentará su crucial propuesta sobre las centrales existentes; China continuará implementando un plan de choque anticontaminación en grandes urbes, mantendrá un foro bilateral con EE UU sobre asuntos ambientales y fijará las directrices energéticas de su próximo plan quinquenal; la Unión Europea aprobará en el Consejo de este marzo el compromiso de reducción de CO2.

La Nobel Rita Levi afirmaba, con desarmante sencillez, que los grandes horrores del siglo XX se explicaban en última instancia porque nuestra especie seguía comportándose mayoritariamente desde la reactividad del lóbulo límbico: la región del cerebro, común a los mamíferos, donde residen los impulsos primarios básicos, como el hambre, el territorio o el miedo. Es el desarrollo del neocórtex, explicaba la neuróloga italiana, lo que nos dio acceso al conocimiento, al bien y al mal, a la cultura, y nos hace relacionar pasado y presente y proyectar el futuro. Rita Levi apelaba al optimismo de dar a cada persona la posibilidad de ser su mejor versión, porque, decía, “si asumimos una visión catastrofista del ser humano, estamos acabados”. De si hemos aprendido las lecciones de los horrores del siglo XX y de los desequilibrios de este siglo XXI dependerá, en esa cita de la humanidad en París, el aire de nuestro mundo.

Emilio Trigueros es químico industrial y especialista en mercados energéticos.

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