El arte de perder
La novela más autobiográfica que he escrito se titula El hombre que se perdió y no la escribí yo; la escribió Francesc Trabal, y yo me limité a traducirla. El protagonista, Lluís Frederic Picàbia, pierde un día a su novia, poco después una pitillera y más tarde diez paraguas, trece pipas y una secretaria, la señorita Virgili; a partir de entonces Picàbia se convierte en un virtuoso del arte de perder: pierde un edificio de 24 pisos en la Quinta Avenida de Nueva York, 3 elefantes en la orilla de un río, 1.800 Fords en medio de un autódromo hondureño, 5.000 niños chinos en Tampico (México), las joyas de la corona sueca. Por fin, en un final apoteósico, Picàbia se pierde a sí mismo.
No me malinterpreten: no pretendo compararme con Picàbia; soy vanidoso, pero no tonto. Muy pobre hombre sería yo, no obstante, si, después de haber practicado durante toda mi vida el arte de perder, no hubiera alcanzado en él una cierta maestría. Sobra aclarar que el problema de perder no consiste sólo en perder, sino también en encontrar luego lo que has perdido: si yo recuperara todo el tiempo que he perdido tratando de recuperar lo que he perdido, sería millonario en minutos. En suma: no me gusta alardear, pero no conozco a nadie real que haya alcanzado mi grado de pericia perdiendo cosas; nadie salvo mi amigo Robert Soteras. Con Soteras hay que quitarse el sombrero: se trata del número uno, el Leo Messi del arte de perder. Trabaja como empleado de banca y durante años hizo cada mañana en tren el recorrido de Gerona a Figueras; lo hacía puntualmente (Soteras es un ciudadano irreprochable, salvo en los partidos de solteros contra casados de domingo por la tarde, donde es conocido como El Carnicero de Sant Feliu de Pallerols), pero cada día perdía algo en el tren. Pronto su inigualable capacidad de perder cosas le volvió muy popular entre los empleados de la línea Gerona-Port Bou, desatando una oleada de comprensión que acabó provocando una cadena humana en solidaridad con él, de forma que desde las empleadas de la limpieza hasta los mandamases se conjuraron para recuperar a diario lo que Soteras perdía. Más de una vez el maquinista y el jefe de la estación de Figueras tuvieron que jugarse el tipo por él: si el tren no paraba en la estación, el maquinista se asomaba a la ventanilla al llegar allí, con el objeto perdido ese día por Soteras, para que el jefe lo cogiera al vuelo desde el andén. Eso no lo supera ni Picàbia.
Sobra aclarar que el problema de perder consiste también en encontrar luego lo que has perdido
Cuento lo anterior para poder contar lo que me pasó el otro día en Málaga. Había ido allí para soltar uno de mis rollos cuando, al inscribirme en el hotel Málaga Palacio, noté que había perdido mi carné de conducir. Como unos días antes había perdido la cartera en Budapest y me había tenido que pasar tres días completos volviéndome a hacer los documentos que guardaba en ella, incluido el carné de conducir, pensé que empezaba a acercarme a Picàbia, incluso al mismísimo Soteras. También pensé que había perdido el carné en el aeropuerto y, ya desde mi habitación, llamé a Objetos Perdidos del aeropuerto; lo hice por pura rutina, porque todo buen perdedor sabe que, en Objetos Perdidos, nunca se encuentra nada. Increíblemente, al cabo de un momento el señor que se puso al teléfono me dijo que tenía allí mi carné. Le dije que no podía ser. “¡Pero, qué dice usted, hombre!”, me contestó, con un tremendo acento andaluz. “¿Es que no sabe que aquí en Málaga lo encontramos todo?”. “Ole tu madre”, pensé. Pensé en llamar a Soteras. Llamé a mi mujer. Le dije que Málaga era la leche, que teníamos que mudarnos allí, que allí lo encontraban todo, le conté lo que había pasado y le dije que iba a escribir un artículo sólo para dar las gracias al malagueño desconocido que aquella tarde había visto mi carné en el suelo y, en vez de pegarle una patada y seguir su camino, lo había llevado a Objetos Perdidos, un artículo donde hablaría de El hombre que se perdió y de Picàbia y de Soteras y, mientras casi le estaba dictando estas líneas a mi mujer, me di cuenta de que acababa de perder las gafas. Las encontré dos horas después, mimetizadas con el mármol del baño. Al día siguiente, de regreso en casa, me di cuenta de que había perdido unos pantalones de deporte y una camiseta y llamé al Málaga Palacio. Los habían encontrado. Era verdad. Ole.
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