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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Las no tan viejas lealtades

Javier Marías

Dentro de un rato veré el primer Barça-Madrid de la temporada, y descubro que en gran medida lo voy a hacer por inercia, por costumbre, porque uno ya no tiene edad de cambiar de hábitos ni de despreciar esos partidos. En un pasado no lejano me desesperé en Nueva York el día de este mismo encuentro: recorrí todas las cadenas que me ofrecía el hotel con la esperanza de que alguna –tal vez hispana– se dignara retransmitirlo, pero no hubo suerte. En otra ocasión, en Buenos Aires, me puse ante la televisión a una hora absurda, desatendiendo quehaceres en la ciudad que visitaba. Y una noche maldije a mi antiguo compañero de colegio y médico de cabecera José Manuel Vidal –no me arrepentí, pues son diarias las bendiciones que le envío desde hace catorce años– por habernos convocado a los miembros de nuestra promoción, en su casa, justamente un sábado de Barça-Madrid. Luego recordé que además no tenía culpa, pues ya en los recreos nos había mirado por encima del hombro a los futboleros.

Mi indiferencia coincide con la llegada de Mourinho a mi equipo de toda la vida

¿Qué me pasa este año, y me pasó también en los tres anteriores? Aunque escribí hace mucho un artículo titulado “La recuperación semanal de la infancia”, en el que me asombraba del ánimo pueril con que en plena edad adulta uno se disponía a ver los partidos cruciales, quizá mis años de ahora ya no me permiten volver a los diez u once nunca, ni siquiera cuando saltan al campo los blancos y los blaugrana. Tal vez. Pero curiosamente mi indiferencia coincide con la llegada de Mourinho a mi equipo de toda la vida. Ya no está en él este individuo que era la negación absoluta de lo que para mí había representado el Madrid. Ya no está, pero uno no se recupera de semejante baldón de la noche a la mañana, menos aún cuando su espíritu megalómano y fullero parece haber impregnado a parte de la masa social del club y –todavía más grave– a su presidente, que al fin y al cabo fue quien lo trajo y le otorgó plenos poderes, quien defenestró por complacerlo a alguien que sí entendía al Madrid como Valdano y orilló a Zidane por si acaso, y se puso de su parte en su persecución de Iker Casillas. Y me doy cuenta ahora de que no soy tan distinto del de los diez u once años. Por entonces el Madrid echó a Di Stéfano injustamente, y los niños de la época nos enfurecimos tanto que a punto estuvimos de hacernos del Español (!), al que se marchó nuestro gran ídolo. Los niños son fieles y apasionados y a veces mortalmente serios en sus lealtades. Tienen memoria y son agradecidos, a diferencia de muchos de los adultos que los suplantan. Poseen un fuerte sentido de la justicia y se indignan ante su opuesto. Y Casillas, pese a ser portero, y de la cantera, es hasta cierto punto el Di Stéfano de nuestros tiempos, con el añadido de que, al ser también guardameta de la selección, ya no pertenece sólo al Madrid, sino un poco a todos. Conozco a culés desaforados que le profesan simpatía y respeto, algo apenas visto hacia un jugador del rival máximo. Al parecer, su gran pecado –por el que todavía paga–fue resistirse a las imposiciones de un entrenador ponzoñoso y ególatra que, para colmo, ejerció pésimamente su oficio, como demuestran el feo juego y sus fracasos a lo largo de tres temporadas eternas.

El declive al que todo futbolista está condenado ni siquiera se había iniciado en Casillas cuando lo privó de la titularidad el enfermizo fatuo. Que el insustancial Ancelotti perpetúe su suplencia sin motivo claro hace sospechar que obedece órdenes de arriba, del valedor de Mou­rinho. Lamento que Diego López, un buen y paciente portero, aparezca como “usurpador”. Carece de culpa, y además es hombre discreto. El problema estriba en que, sin negarle sus cualidades, resulta que Iker Casillas es de los que obra milagros. No es lo mismo ver la meta guardada por un jugador competente que por uno capaz de evitar goles en contra que uno da ya como seguros, y que le hace maravillarse de que no hayan entrado. Si algo no perdonan los niños –ni siquiera los niños adultos– es la ingratitud. El paso de Mourinho por este club fue infeccioso, y la infección aún perdura. Ese individuo logró convertir en verdades todas las falacias que los antimadridistas llevaban décadas propalando: un equipo prepotente y desdeñoso, que intentaba intimidar a árbitros y rivales, que ganaba con jactancia y perdía con malos modos. Incluso le añadió un sambenito que nadie le había achacado: un equipo victimista y quejoso. En los últimos años el Madrid ha sido ingrato con Raúl y Guti, jugadores a los que los aficionados deben alegrías sin cuento y proezas inverosímiles, al primero, y toques de distinción, al segundo, como no se recordaban desde Velázquez o casi. Ahora lo está siendo con Casillas, que desde los tiempos en que se lo llamaba “el muchacho” no ha cesado de obrar milagros bajo los palos, y encima se ha comportado siempre con dignidad y compañerismo y una nada demagógica nobleza. No sorprende que lo odien los tertulianos maleantes de la extrema derecha, los mismos que idolatran a Mourinho: Dios los cría y ellos se juntan, en España más que en ningún otro sitio. Esa es una de las razones de mi indiferencia de hoy: no ver saltar al césped a Casillas es como no ver hacerlo a Di Stéfano cuando yo era niño. En eso, al menos –en la fidelidad y el agradecimiento–, compruebo que por fortuna no he cambiado tanto.

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