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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Perdidos en el ciberespacio

Si los legisladores españoles no articulan de forma expeditiva la protección de la propiedad intelectual, la industria cultural, los creadores y los mercados en general seguirán lamentando los daños de la piratería

Santiago Muñoz Machado
RAQUEL MARIN

Hay más piratas que campan a sus anchas en el territorio infinito de Internet que los que han existido en el mundo físico, sumados, en toda la historia de la humanidad. La usurpación de la propiedad ajena a base de clics de ratón se ha convertido en una costumbre no del todo mal vista por la sociedad, y frente a la que los poderes públicos se muestran impotentes, pero que causa a los derechos y a la economía destrozos importantes. Las dimensiones del fenómeno han sido recientemente descritas por el Observatorio de piratería y hábitos de consumo de contenidos digitales, publicado por el Ministerio de Cultura (2012), que ofrece algunos datos asombrosos: uno de cada dos internautas ha accedido ilegalmente a obras, prestaciones y contenidos sujetos a derechos de propiedad intelectual; entre ellos un 32% para descargar composiciones musicales, un 12% libros, un 43% películas y un 7% videojuegos. Suman alrededor de 3.000 millones de descargas. También están cifradas en aquel documento las apabullantes consecuencias de este desquiciamiento: miles de millones de euros perdidos por la industria cultural, miles de puestos de trabajo destruidos, ingentes cantidades de recursos no percibidos por la Hacienda pública y la Tesorería de la Seguridad Social…

Se trata de un problema universal y no fácil de combatir porque su prevención y represión exigen actuaciones eficaces sobre un espacio que se resiste a la disciplina y en el que no gobierna un único soberano. Los habitantes del ciberespacio no han hecho todavía ninguna clase de pacto que arregle su convivencia para asignar el poder a un soberano que los gobierne, como los filósofos políticos vienen diciendo, desde Hobbes, que hicimos los hombres para evitar nuestra autodestrucción. Aun así, los Estados ya establecidos, siempre sobre espacios más limitados que los inconmensurables dominios de Internet, están buscando remedios para evitar que la Red sea un monipodio universal. Con diferente fortuna unos que otros.

La Cámara de Comercio de Estados Unidos elabora cada año un informe que incluye una watch list donde se relacionan los países que no respetan la propiedad intelectual o que no han establecido medios satisfactorios para evitar la piratería. España figuró en la relación de los países sin garantías desde 2008 a 2011 y, de un modo casi milagroso, desapareció de ella en 2012. El informe de 2012, aunque reticente con la eficacia de nuestro modelo legislativo y sus posibilidades, dio una tregua a nuestra vergonzosa inclusión en la Isla de la Tortuga de los piratas informáticos debido, como el texto revela, a la aprobación de la denominada ley Sinde, que ideó nuevos medios contra la piratería. Reformó la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) creando una Sección Segunda en la Comisión de Propiedad Intelectual con atribuciones para perseguir páginas y servidores de Internet que vulnerasen los derechos de autor, facultando incluso para la interrupción de la prestación de servicios o la retirada de contenidos.

Uno de cada dos internautas ha accedido ilegamente a música, libros, películas y videojuegos

No había entrado en vigor la ley Sinde cuando ya estaba disponible en la Red un manual en el que se explicaban 1.000 triquiñuelas informáticas que podían usarse para incumplirla (Manual de desobediencia de la ‘ley Sinde’). Nadie daba una perra gorda por la eficacia de las actuaciones de la Comisión de la Propiedad Intelectual y, en efecto, acertaron los peores pronósticos porque ha sido un fracaso estrepitoso. Apenas se han abierto expedientes, los incoados han devenido interminables y, mientras se han tramitado, las vulneraciones de los derechos se han consumado del todo con los efectos lesivos para la comercialización de los discos, las películas o los libros afectados.

El Gobierno del Partido Popular, constituido a finales de 2011, anunció que arreglaría todo este desastre mediante leyes nuevas, pero, nada más llegar, dio las primeras muestras de improvisación despachando, para estrenarse en estos asuntos, un real decreto que laminaba los recursos de las entidades de gestión de derechos de autor y las convertía en entidades financiadas, miserablemente, por el presupuesto público, cuando antes eran retribuidas, opulentamente, mediante “compensaciones equitativas” por la utilización de los derechos que gestionaban. Ciertamente había aspectos criticables en la organización y funcionamiento de las entidades de gestión que debían resolverse, pero transformarlas en organizaciones subsidiadas por el presupuesto público fue una decisión asombrosa que las autoridades y tribunales europeos no tendrán más remedio que corregir.

La reforma legal más general ha quedado centrada en dos proyectos: uno de reforma del Código Penal (CP), que ha empezado a tramitarse en el Congreso, y otro de reforma de la LPI, que ha sido remitido al Consejo de Estado para su informe. El primero incluye el delito consistente en facilitar, sin autorización de los titulares de los derechos, el acceso o localización de obras protegidas. La reforma tiene apariencias de gran severidad, ya que, sobre la letra, permitiría enviar a prisión a los piratas, sus colaboradores y cómplices. Pero tal y como ha quedado redactado el texto, mejor no intentarlo, porque el esfuerzo será inútil. El precepto clave (nuevo artículo 270.1.CP) está atiborrado de conceptos vagos e imprecisos que oponen dificultades insalvables a su aplicación. Considerando este negativo pronóstico, convendría trasladar las esperanzas a las nuevas medidas que se incorporarán a la LPI. Atribuye la reforma el control y la supervisión, preferentemente, a una autoridad administrativa, la Sección Segunda de la Comisión de Propiedad Intelectual, asumiendo una opción que es la correcta por su posible agilidad y por estar contrastada en otros sistemas comparados. En Estados Unidos funciona razonablemente bien, usando ese paradigma, el control que impuso la Digital Millenium Copyright Act, aprobada en 1998, que es un texto pionero en su género, cuyas soluciones han seguido otros países. En Francia, pese a las críticas y algunas revisiones, han prestado un servicio eficaz las regulaciones de la ley HADOPI, que es de 2007, la primera de este género en Europa. Y desarrollos semejantes ha asumido Reino Unido en 2010 con la Digital Economy Act.

La ‘ley Sinde’ no ha dado resultado, y sigue impune la vulneración de los derechos de autor

Actualmente puede observarse, en todos los países en los que se han desarrollado más las tecnologías de la información, una tendencia hacia la utilización de garantías de naturaleza administrativa para la rápida resolución de los conflictos que se producen en las redes, estableciendo un control judicial final de sus decisiones. Se está rompiendo de esta manera con la idea de que en este ámbito hayan de tener preferencia y sean más garantizadoras las intervenciones de la justicia que cualesquiera otras que puedan idearse.

También la reforma de la LPI opta en España por reforzar la Sección Segunda de la Comisión de la Propiedad Intelectual. Pero la habilitación de potestades a favor de la misma está hecha sin ninguna generosidad y con prevenciones de sobra. La reforma condiciona extraordinariamente el procedimiento de actuación, abusa de los conceptos indeterminados y somete las decisiones fundamentales de retirada de contenidos y bloqueo de los servicios y páginas a requisitos difíciles de cumplimentar. Por ejemplo, lo principal, que es abortar la infracción bloqueando el servicio o la página desde la que se comete, es una medida que se configura como de “último recurso”, o se reconducen las actuaciones de la Comisión únicamente a las infracciones que sean “significativas”, lo que equivale a decir que solo son robos los que afectan a piedras preciosas, o que únicamente pueden considerarse lesiones las que producen sangre.

Si no se aclaran los conceptos legales y se hacen mucho más expeditivos los poderes de la mencionada Comisión, poco conseguirá la reforma en ciernes. Los políticos se habrán entretenido mucho con ella, pero los productores de contenidos, la industria cultural, los creadores y los mercados en general seguirán lamentando los daños que causa la piratería y comprobarán que el legislador ofrece síntomas graves de estar desnortado, perdido en el ciberespacio.

Santiago Muñoz Machado es catedrático de Derecho Administrativo de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense. Entre sus obras hay algunas pioneras en materia de regulación de Internet (La regulación de la Red, Taurus, 2000), y ha dirigido una amplia colección, con 10 volúmenes publicados, sobre Derecho de la regulación económica (Iustel, 2009-2013).

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