Confusa reforma penal
Las propuestas del Gobierno mezclan aspectos necesarios con golpes de autoritarismo
El Gobierno ha incluido la pena de “prisión permanente revisable” en la reforma penal anunciada el viernes pasado, haciendo caso omiso de las advertencias recibidas desde el Consejo de Estado, el Consejo del Poder Judicial y otros órganos. Ya existe una escala penal agravada de hasta 40 años de privación de libertad, introducida por el anterior Gobierno del PP, y es difícil de entender el agravamiento en un país de criminalidad relativamente baja. El empeño de crear algo parecido a la cadena perpetua, aunque revisable al cabo de 25 ó 35 años (según los casos) suena a gesto del Ejecutivo hacia sectores radicalizados, que exigen la perpetuidad o la pena de muerte tras crímenes de gran repercusión en la sociedad.
Por espantoso y condenable que haya sido el asesinato de dos niños a manos de su padre (caso Bretón), es muy dudoso que el criminal se hubiera detenido al saberse reo de una “pena de prisión permanente revisable”, en vez de los 40 años de cárcel a los que efectivamente se exponía y a los que ha sido sentenciado. La nueva pena propuesta será aplicable a homicidios terroristas, magnicidios, genocidios u homicidios en que las víctimas sean menores de 16 años o personas especialmente vulnerables.
Mezclados con los aspectos más autoritarios, la reforma incluye otros que responden a necesidades observadas en los últimos años, como la tipificación de las conductas de incitación al odio y a la violencia contra grupos minoritarios, los actos de acecho u hostigamiento a la mujer o forzarla a contraer matrimonio. También es positiva la penalización del robo digital de derechos de autor por parte de quien lo hace con ánimo de lucro, aunque haya quien cuestione las elevadas penas contempladas (de hasta seis años de cárcel). El Código Penal no será suficiente para resolver problemas que requieren una inversión paralela en educación y concienciación de la sociedad. Lo mismo cabe decir del intento de penalizar la difusión de mensajes que inciten a alterar el orden público, cuya aplicación debe estar cuidadosamente encuadrada y limitada.
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Mucho más confuso resulta el paquete de medidas anticorrupción. Bien está introducir el delito específico de financiación ilegal de partidos políticos —inexistente como tal, hasta la fecha—, pero no la pretensión de desligar a los tesoreros de las direcciones de sus partidos, hasta el punto de que se les fija una comparecencia anual ante el Parlamento a ellos, y no a los presidentes o secretarios generales. ¿Se pretende constituir a los tesoreros en entes aparte, mientras los demás dirigentes se ocupan de grandes asuntos y de la política limpia? La pregunta es pertinente, porque la doctrina sugerida por dirigentes del PP y de Convergència respecto a los casos Bárcenas y Palau es esa. El diálogo ofrecido por Soraya Sáenz de Santamaría a la oposición debe servir para corregir en el trámite parlamentario los extraños enfoques sobre los que pivotan tales normas.
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