Hacia los siete años de crisis
Ya hay una generación de jóvenes que no ha conocido más que esto: creciente desigualdad, movilidad social descendente y, sobre todo, una profunda contradicción entre democracia y capitalismo
Pasó casi inadvertido, pero a principios del verano se cumplieron los seis primeros años desde que quebraron varios fondos de alto riesgo del banco de inversión Bear Stearns y la compañía Blackstone, y el décimo banco hipotecario americano, el American Home Mortgage, despidió a todo su personal. Estos acontecimientos fueron el disparadero de la Gran Recesión. Por tanto, acabamos de empezar el séptimo año de la crisis más duradera del capitalismo si se exceptúa a la Gran Depresión de los años treinta. Por su profundidad, la situación que se padece hoy es menos mala que aquella (excepto en aspectos como el desempleo en países como España, cuyo porcentaje es más representativo de una depresión que de una recesión), pero por su extensión ambas crisis se parecen mucho.
Ya hay una generación de jóvenes —los que merodean por arriba o por abajo los 20 años— que se ha hecho adulta con una falta crónica de perspectivas sociales, una política de desigualdad creciente, de contorsionismo ideológico y de corrupción política (y en algunos países, de fuerte represión), cuyos componentes serán testigos críticos de una época, la de la revolución conservadora. Que han llegado a la mayoría de edad en medio de problemas críticos para ellos y sus padres, y que pocas veces han conocido Gobiernos que defiendan con coherencia los principios de una verdadera economía mixta (en la que se combina el dinamismo del mercado con la igualdad democrática), la regulación ante los fuertes abusos financieros y una redistribución de la renta y la riqueza más equilibrada. Que no han encontrado los escasos empleos de la antigua clase media, con cierta seguridad y salarios proporcionales a la calidad de su trabajo, en unas sociedades en que la “carrera cuesta abajo” es evidente en casi todos los ámbitos: relaciones laborales, protección social, política fiscal, legislación medioambiental, regulación financiera, etcétera.
La “carrera cuesta abajo” es evidente en relaciones laborales, protección social o política fiscal
Además, las dificultades les llegaron de sopetón. Esos jóvenes, como sus antecesores, creían estar más o menos seguros, y que una marcha atrás era imposible dados los avances que se habían producido con lo que se denominó “nueva economía” (14 años y medio de crecimiento constante) y las tecnologías de la información y la comunicación que, se decía, habían acabado con los ciclos económicos. El economista norteamericano Hyman Minsky, famoso por su tesis de la inestabilidad natural del sistema financiero, planteó a mediados de los años ochenta (los que inauguran una forma de política, con Thatcher y Reagan) una pregunta crítica: “¿Puede ESO [refiriéndose con temor a una Gran Depresión] volver a ocurrir?”. Le contestó 20 años después un famoso científico universitario, estudioso de la Gran Depresión, llamado Ben Bernanke, que en 2002 dio una conferencia con un título tan significativo como Deflación: asegúrese de que ESO no ocurra aquí. Bernanke sostenía que existían medios más que suficientes para que ESO no volviese a suceder en el nuevo milenio, a pesar de la creciente inestabilidad financiera. “El Gobierno de EE UU”, dijo Bernanke, “tiene una tecnología llamada imprenta (o su equivalente electrónico en la actualidad) que le permite producir tantos dólares como desee a coste cero”. Cuando Bernanke fue nombrado para un puesto tan poderoso como la presidencia de la Reserva Federal (la que regula el precio del dinero en el mundo) y no dudó en recurrir a la máquina de imprimir billetes para reanimar a la economía americana, dio seguridad a los inquietos y se ganó el apodo de Helicóptero Ben, pues se decía que su política monetaria era básicamente equivalente al famoso lanzamiento de dinero con un helicóptero, de Milton Friedman. Bernanke está ahora a punto de dejar la Fed y todavía no hemos salido del atasco.
Pese a estos y otros escarceos teóricos, ni los organismos multilaterales tipo Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico… ni los servicios de estudio privados, ni los Gobiernos han estado en general muy finos con sus previsiones en los últimos tiempos, lo que todavía ha generado más inseguridad y desapego entre los ciudadanos. Para cada vez más gente, esas instituciones no tienen apenas legitimidad en sus pronósticos, ni los Gobiernos, sean del signo ideológico que sean, tienen credibilidad por su práctica política. La creciente decepción de los ciudadanos de muchas partes del planeta con la capacidad de sus dirigentes políticos para conseguir algo positivo relacionado con el bienestar ciudadano a corto plazo, no es precisamente el mejor caldo de cultivo para la democracia. En los sondeos se manifiesta cada vez más ampliamente que los Gobiernos hacen muchas menos cosas de las que la mayoría quiere que hagan (educación, sanidad, pensiones, infraestructuras, protección medioambiental, amparo al desempleado estructural…) y en cambio existe la sensación creciente de que sus actuaciones se acercan siempre mucho más a lo que demandan las élites económicas: las patronales y los lobbies empresariales y financieros. Que trabajan en torno a los objetivos intermedios (el déficit, la deuda, ayudar a los bancos en dificultades…), pero no aseguran el bienestar final de los ciudadanos, que es la verdadera utilidad de la economía política.
Ello lleva a acrecentar el número de detractores del capitalismo, los cuales sostienen que el mismo está al servicio de la codicia, explota la vulnerabilidad de la gente, impone la desigualdad de la renta y el patrimonio, elimina la movilidad social, expolia el medio ambiente y, sobre todo, gobierna a la democracia. Como escribe Jeffrey Sachs, el capitalismo global es una gigantesca fuerza implacablemente productiva que introduce de modo permanente en el mercado nuevos bienes y servicios, pero que divide de forma despiadada a la sociedad en función del poder, el nivel de estudios, y los ingresos y el patrimonio; los ricos son cada vez más ricos y tienen más poder político, mientras se deja atrás a los pobres, sin empleos decentes, sin seguridad, sin una red que asegure los ingresos o sin una voz política. Y este escenario se reproduce en todo el mundo a medida que ese capitalismo incorpora a un país tras otro a sus sistemas de producción y los integra en su red de influencia política.
Existe la sensación de que la actuación de los Gobiernos se acerca más a las demandas de las élites
Hay quienes dicen que del mismo modo que en el año 1989 el capitalismo derrotó al comunismo, a partir de 2007 ha vencido a la democracia. Un triunfo, en apariencia, totalizador. Por ejemplo, el sociólogo francés Alain Touraine defiende que la crisis fue provocada por aquellos que, persiguiendo su exclusivo beneficio a corto plazo, hicieron de las finanzas un coto opaco sin relación con la economía real, y que el comportamiento de los muy ricos ha desempeñado el papel principal en la disgregación del sistema social, es decir, “de toda posibilidad de intervención del Estado o de los asalariados en el funcionamiento de la economía”. Las teorías de la conspiración florecen porque las conspiraciones parecen reales.
La mayoría de las protestas que ha habido en muchas partes del mundo, vinculadas de un modo u otro a esta forma de ver las cosas, han tenido lugar en países que se caracterizan por altos niveles de desigualdad económica. El mínimo común denominador de la ira de ese segmento creciente de la población del planeta, muy bien conectado y que cree que Wall Street no es solo una calle de Nueva York, sino un estado de ánimo (véase el libro Occupy Wall Street. Manual de uso, editorial RBA) es monocausal: una forma de progreso económico que, orientado a la creación de riqueza privada, es indiferente a la idea de bienestar colectivo, justicia social y protección medioambiental.
Ahora, a las críticas centrales al sistema —la creciente desigualdad, una movilidad social descendente, el debilitamiento de la red de protección social, y la creciente influencia del sector financiero ante la supuesta capacidad de las democracias representativas para frenar y regular sus excesos— han añadido otra: la rapidez con la que muchos bancos y grandes empresas están recuperando la senda de la rentabilidad y de los beneficios sin que ello se note en el nivel de empleo, la renta disponible y la provisión de bienes públicos. Por ello hay que tener cuidado ante las declaraciones de que lo peor ha pasado y que se ha tocado fondo. Si ellas no van acompañadas de realidades tangibles, la irritación crecerá, se extenderá aun más en el tiempo y se seguirán contando cumpleaños de la gran crisis de nuestro tiempo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.