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CARA Y CRUZ

Blanca Portillo: “¡Callémonos y a trabajar!”

Carne y espíritu de teatro, empezó su carrera en la niñez, inventando historias junto a sus siete hermanos Cumplidos ya los 50 años, le llegan mayoría de papeles dramáticos, aunque la actriz afirma llevar riéndose toda su vida

Juan Cruz
Sofía Moro

Ríe a carcajadas Blanca Portillo. Por eso cuando se queda seria se parece como una gota a otra a la mujer que aparece siendo monja o libertina u hombre en la pantalla grande, en la pantalla chica o en el teatro. De dónde viene la hondura de ese rostro, esa mirada como de espada cayendo sobre una mano que hiere. Luego se recupera y ríe otra vez. Cuando me despidió en la puerta de su oficina (“que es como mi casa”), cerca de la Puerta del Sol, volvió a soltar una carcajada nítida, de alegría, porque recordó que ella se llama a sí misma, por su pasión por el Atlético de Madrid, Rojiblanca Portillo. Y rió al abrir esa puerta pesada que la aísla del sonido de la ciudad en la que nació. Pero de pronto se acordó del teatro, se fue hacia la mesa limpia en la que ahora piensa (“ahora voy a pensar, y luego ya se verá; hay mil proyectos aquí dentro”) y empezó a hablar de él. Seriamente. Su obsesión y su vida. El juguete mayor de su soledad. Lo que la mantiene con los pies en la tierra.

El teatro es la medida de la vida. Es una metáfora de la verdad del tiempo, dice. “Lo representas y ya está. Y ya no está más. Como la vida”. Lo pensó, otra vez, mientras velaba con sus compañeros el cadáver de Miguel Narros, un maestro. “Lo que él hizo por el teatro subsiste en la memoria porque nos lo vamos contando. Estaba la hija de Ana Belén. Su madre se lo habrá contado, y luego ella lo contará. La memoria prolonga la leyenda de los espectáculos, pero estos son fugitivos. Esa es su magia, lo que lo hace irrepetible”. Tiene que ser en directo. “Aunque he visto una representación de Yerma, de Núria Espert, y me dejó muerta”. Claro, ella era una cría, y en aquel momento, esa antecesora suya en el cetro del teatro estaba haciendo historia. “Imagino que verla en directo debió de ser la bomba. El teatro también depende de circunstancias históricas y sociales del momento. No es lo mismo un espectáculo hecho en 1975 que una representación de ahora mismo”.

La actriz Blanca Portillo
La actriz Blanca PortilloSofía Moro

Es un pacto: el público que se sienta en la butaca sabe que lo van a trasladar a otro tiempo, a otros hechos, “y como somos de carne y hueso los que estamos arriba, el pacto funciona, la gente se centra en lo que ve creyendo que es verdad. Y nosotros cumplimos: también lo hacemos como si fuéramos de verdad los personajes”. Ella es carne y espíritu de teatro. Es un juego. En inglés dicen play por actuar, y así se dice también jugar. “De niños jugábamos a hacer de esto o de lo otro. Un superhéroe, un príncipe. Pues de mayor no hago otra cosa”.

Empezó sobre las tablas de una forma muy rara, eso dice. Ocho hermanos de una madre que era hija única de una mujer que tuvo 10 hermanos. Vivir con tanta gente era muy divertido, también por las carencias que debían afrontar. Eso curte, te hace inventar. Y ella inventaba historias; desde niña tenía personajes y vidas que no eran las suyas, las que creaba con sus hermanos, riendo. “De repente, yo era una chica millonaria y mi hermano era un banquero. Y jugábamos. ¡Mi hermana era una gran directora de escena, ja ja ja!”.

Me sorprende cuando la gente me recuerda mi edad, cuando me dicen: ‘La señora del teatro”

Mucha gente junta. Hasta que un día ella se fue a vivir sola; ese es su espacio, la soledad. Cuando cumplió 50 años se juntaron todos. Una compañía entera. Hablaron de cualquier cosa, “¡y seguíamos haciendo los personajes que interpretábamos de pequeños!”. A ella la edad le sienta bien, no le resta risa. “¡Cincuenta años! No me he dado ni cuenta”. Su vida “con conciencia” empieza a los veinte, “lo de atrás me parece todo un jaleo”. Y treinta años después, el cuerpo le sigue obedeciendo como cuando era una cría; sigue usando la misma talla “y no siento que el tiempo me haya destrozado”.

Claro que están las fotografías para demostrarle que ese espejo se ha ido rompiendo por las puntas. Ja ja ja. A ella le da igual. “Me sorprende cuando la gente me recuerda la edad, cuando me llaman de usted, cuando me dicen: ‘¡La señora del teatro!’… Nada que ver con lo que yo siento. Por eso me llevo bien con el tiempo. Pero también digo: ¡Joder, ya tengo cincuenta! Me quedan por delante los que llevo detrás, qué putada, ¡pero que no se me acabe!”.

El jaleo. Los padres se separaron cuando ella tenía seis años. Emilio era contable en una empresa, y Teresa cuidaba de los ocho. Una parte de la niñez la pasó con Emilio, con la abuela paterna, en realidad, y luego, con Teresa. “Nos enseñó a sacarnos las castañas del fuego”. La madre se ganó la vida en una cafetería, limpiando, “en lo que hiciera falta”. Nunca tuvo que ocultarle novios, ni deseos, ni ganas de hacer cosas. “Éramos ocho, no podía andar con remilgos, así que nos dio responsabilidad”.

Y siempre fue Blanca tan alegre; “mi hermana mayor decía que yo era un tabardillo que estaba todo el día haciendo cosas y riendo. De lo que recuerdo, sí, es cierto, me llevo riendo toda la vida”.

No me gusta el orden, soy más feliz en el caos. El mejor camino para conocerme es ser otros”

–¿Y qué pasa que le proponen tantos papeles dramáticos?

–¡No lo entiendo! Supongo que tiene que ver con que cuando entro en un personaje me meto a fondo.

En la época del jaleo quiso hacer de todo, desde azafata hasta administrativa; trabajó en una librería en la que vendía los libros que a ella le gustaban, y finalmente llegó a las cercanías de un profesor que tenía un grupo de teatro. Ahí le prendió el veneno que aparece en sus ojos cuando habla de mundo de la escena. Resplandece, esta es su vida. Tenía 17 años y nunca había ido a ver una obra. Lo primero que tuvo que hacer fue un drama de Lorca, y ahí interpretaba, por primera vez en su historia, a un hombre y a una mujer. Las tablas le enseñaron a entender que tenía varias personalidades dentro, “y también me descubrió que no me gusta el orden, que soy más feliz en el caos, que no me gusta lo previsible y que el mejor camino para conocerme es ser otras personas y tener la valentía de asumir cosas que en principio crees que no te pertenecen”.

Le ha servido “para ser más comprensiva con los demás y consigo misma”. Y le enseñó que el espectáculo y la vida se parecen muchísimo, que aquello que te parece realidad es otra cosa. El teatro, pues, la ha construido, la ha enseñado a tolerar, “porque tienes que ponerte en la piel de personajes que detestarías en la vida cotidiana”. ¿Y si tiene que salir a escena y por dentro todo conspira para que no salga? “El teatro te salva de la melancolía propia, de la pena; perdí a alguien de mi familia hace poco, fui a hacer la función y eso fue lo único que me ayudó a llevarlo con cierta calma”.

La madre fue a verla por primera vez en una función de Valle Inclán. Hacía de mujer ciega, tenía 19 años. “Le encantó… Mi abuela y ella habían dicho que yo no valía para eso. Ahora, mi madre es mi fan. Da codazos en el teatro: ¿Ve? Esa es mi hija. Fan… Mi padre no me vio nunca”. ¿Eso es un hueco? “Sí, pienso en ello muchas veces. Cuando hice Hamlet lo tuve muy presente, por esa relación con el fantasma del padre. Yo creo que él vino a verme de vez en cuando a las Naves del Matadero cuando hice la función, me pareció sentirlo. Durante años me alegré de que no me viera ahí arriba, porque si hubiera vivido no habría querido que me dedicara a eso. Pero después de su muerte sí he pensado mucho en él, en que me hubiera gustado verlo ahí”.

Recuerdos de la actriz, en su despacho
Recuerdos de la actriz, en su despachoSofía Moro

En el cine y en el teatro ha tenido directores muy potentes, de personalidades sobresalientes. “Pilar Miró fue una experiencia corta e intensa; era fascinante, inquietante, una de esas personas de las que te apetece saber más, pero que no te dejaba; pero si se abría un poco ya era impresionante”. ¿Y Almodóvar? “Es lo más grande que hay en el mundo… La gente que hace bien su trabajo tiene chicha detrás”.

Es una activa lectora de Félix Grande. Este verso, La renuncia y los años darán todo en la ruina, lo tiene grabado a fuego, como un emblema. “Sé que los años pueden traer la ruina, pero no quiero renunciar a nada para no caer en la ruina”. Por ejemplo, no quiere renunciar a la soledad. “Por eso no me he casado ni tengo hijos. Y noto que se me invade con mucha facilidad; cualquier cosa me hace sentir invadida, y necesito la soledad como el agua y el aire. Me gusta compartir momentos, situaciones, pero no la vida. ¡Si estamos más solos que la una, además!”.

Ha dicho (a Rosana Torres, en este periódico) que nos estamos olvidando de nosotros mismos, siempre responsabilizamos a otros de los problemas y “nos consentimos mucho, nos perdonamos todo”. “Así es. Así no haremos nada nunca. Se tiende a pensar que cuando algo va mal es por culpa de otro. ¡Y una mierda! ¿Qué haces tú para que las cosas no estén como te gustan y cuánto hay de lucha tuya y cuánto de dejarte llevar? Es lo que hay que pensar, cuál es nuestra responsabilidad en el desastre”.

Por ahí se llega al descrédito de la política. Se enciende Blanca Portillo. “Estoy un poco harta de palabras, de gen­­te que dice en vez de hacer. Si no nos gustan estos políticos que hemos pues­­to nosotros, votemos para que se va­­yan. Segismundo dice: ‘No te hablo porque quiero que hablen por mí mis obras’. ¡Callémonos todos y pongámonos a trabajar! Estoy cansada de análisis, de words, words, words…”. Qué buen in­­glés. “¡Hombre, es que fui azafata! ¡Ja ja ja!”.

Ahora piensa y va al teatro, ve a jóvenes que “actúan y llenan, están contra el puto IVA, pero va a durar menos que ellos, y el teatro sobrevivirá porque nos salva. A mí me sigue salvando”.

Tenía una curiosidad. Cómo se siente cuando interpreta a un hombre. Igual que si interpretara a una mujer, “te lo juro por mi madre”. “Me apasiona el personaje, no su sexo. Lo interesante está de cintura para arriba, de cintura para abajo todo es bastante caprichoso. Me interesan más las cosas que tenemos en común que lo que nos diferencia. Tenemos distinta educación y distinto rol social, que nos han metido a machamartillo. Pero de corazón no creo que haya muchas diferencias”.

–¿Y ahora qué hace?, le pregunto.

–Descanso.

–¿Usted, descansando?

Entonces, ríe otra vez, y sigue riendo hasta que en la puerta recuerda su pasión por el fútbol, y entonces esta Santa Blanca Portillo (así la llamó Marcos Ordóñez) se llama a sí misma Rojiblanca Portillo, y ríe como si en su boca habitara el verano.

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