Brindis por el tour
La ronda francesa, uno de los espectáculos deportivos más importantes del verano, cumple cien ediciones. Este es un homenaje al fervor de los aficionados que inundan los arcenes
El Tour es un estado de ánimo y una inspiración repetida, un elemento químico ni sólido ni líquido, más bien gaseoso, fugaz, una misa que este verano, dentro de unos días, comenzará a celebrarse por centésima vez. El Tour, dijo Luis Ocaña, desprende perfume de epopeya allá por donde pasa.
Después de las etapas, a Raymond Poulidor le gustaba pasarse por la sala de prensa para ver escribir a Antoine Blondin. Mejor, para verle en un rincón junto a la pluma, absorto ante una hoja en blanco, un Gauloises en los labios cargado de ceniza, un vaso vacío en la mesa pulcra. Los ojos cerrados, así lo recuerda Poulidor, inmóvil, en las nubes. Repentinamente Blondin salía de su torpor, llenaba el vaso de vino rojo como la sangre o de cerveza rubia, lo vaciaba de un trago, soltaba un juramento, descapuchonaba la pluma, soltaba un juramento y empezaba a escribir sin parar con bella letra redonda y clara. A Poulidor le maravillaba verlo así, rodeado de gritos y carreras de centenares de colegas que aporreaban la máquina de escribir o dictaban a los periódicos sus crónicas del día. Y Blondin le decía: “Cuando me siento ante una hoja en blanco, sé lo que voy a beber, y es quizá de lo único de lo que estoy seguro. En cuanto al resto, escribo al dictado del Tour de Francia”.
Los periodistas y escritores que inventaron la leyenda, los de entonces, los de la época de Blondin, los años sesenta y setenta, y los anteriores, de las épocas previas a la televisión, sentían la carrera que les hablaba, fabricada para ellos. No necesitaban verla apenas para aprehenderla y transformarla. Montaban en coches ruidosos, adelantaban al pelotón, veían la cara de los escapados, paraban a comer en bares donde hablaban sin parar, volvían al coche, volvían a adelantar al pelotón, a los fugados, a los que a veces cronometraban con mirada de saberlo todo, y aceleraban sin parar hasta la sala de prensa, donde esperaban ciegos la llegada. Sus crónicas al día siguiente eran la verdad irrebatible. Por las mañanas, en la salida, los ciclistas las leían y se convencían de que justo aquello era lo que había pasado, y no otra cosa. Y cuando se convertían en libros escritos por ratones de hemeroteca y grabadora eran ya la verdad absoluta, la memoria y el recuerdo de los viejos campeones. Cuando se habla con ellos, ahora, ya octogenarios o casi, con Federico Bahamontes o con Julio Jiménez, con Bernardo Ruiz, su memoria, ya cerca de la fabulación, se agarra a lo que ha leído para revivir su pasado. Nunca se contradicen, año tras año repiten la misma anécdota, el mismo detalle, la misma fuga con los mismos minutos y segundos. Todo ya estaba escrito de antemano.
Escribe Christian Laborde, escritor de Pau, amante del Tour y de sus campeones, que los héroes de su infancia no salían de las novelas que le hacían leer en la biblioteca de la escuela, sino de la boca de su padre, un héroe de guerra cargado de medallas que no hablaba del frente. Sus batallas eran las del Tour. Después de un buen vaso de vino, en la cocina de la casa, después de haber recogido con el filo romo de su navaja Opinel las últimas migas sueltas del mantel, su padre rompía el silencio negro de las noches de invierno en los Pirineos para hablarle de Charly Gaul, que era como los ángeles por cómo escalaba, por cómo subía volando. “Bahamontes era bueno, pero Gaul… Gaul era como nadie”. Su padre vivió toda su vida esperando un ataque de Poulidor en la montaña, en sus Pirineos. Un ataque que no llegó hasta el último año. Fue en1974, en Pla d’Adet, y por eso todos los años elegía para ver pasar el Tour el tramo más empinado del Tourmalet o el Aspin. La familia entera se levantaba al alba, cargaba el Renault Ondine con la cesta del pic-nic, la mesa de cámping, las sillas plegables. Con tiempo para comer esperaban en una cuneta, las ruedas del Ondine bien calzadas con un buen pedrusco, la llegada de los ciclistas anunciados al grito de "Ils arrivent!, Ils sont là!" Hasta que no llegaban y pasaban, arrastrándose medio muertos y suplicando un empujón (la primera palabra francesa que aprendían los ciclistas italianos desde el comienzo de los tiempos era poussez-moi, empújame, o simplemente pousse, empuja, cuando el aliento no daba para más de una sílaba), o fieros y orgullosos enfilando con una mirada negra la carretera interminable, fijos en su objetivo, el Tour era solo la espera.
La espera era las páginas del Tour de La Nouvelle Republique des Pyrénées (“el periódico más leído por los osos”) de la tarde anterior, en las que padre e hijo destripaban y retripaban las clasificaciones, la lista de dorsales e imaginaban, y era también el sonido de la radio, la voz grave, rasposa como un papel de lija, de Jean-Paul Brouchon –à vous la route du Tour, à vous Jean-Paul Brouchon–, que cantaba la epopeya minuto a minuto anunciando ataques como el rayo de feroces guerreros y desfallecimientos mortales de corredores pálidos como una sábana que entregaban su alma. Detrás, los coches con las bicis de repuesto en las bacas, echando chispas por la violencia de la conducción en aquellas carreteras imposibles.
Esperar el paso fugaz del Tour era, antes de la tele, pura felicidad infantil. Se alargaba por la noche, repasando las clasificaciones en las ediciones especiales de los periódicos vespertinos y los días siguientes siguiendo con el dedo carreteras minúsculas en el mapa de Francia mientras Brouchon seguía ideando la leyenda a grandes voces alteradas. Cada número, cada diferencia, cada puesto, era una historia que se analizaba y que se imaginaba. En la cocina, niños y padres; en la mesa del comedor, los ciclistas también se sometían felices al repaso de las hojas del día, los números, la osamenta a la que solo había que ponerle carne, músculos y sudor para convertirlas en más reales que la realidad, para seguir soñando despierto después en la cama esperando el sueño. Contaba Luis Ocaña que el mejor recuerdo quizá de su gran día –aquel día de julio de 1971 en el que en Orcières-Merlette “mató” a Merckx “como El Cordobés mata a los toros en la plaza” (y así de gráfico lo dijo el propio caníbal belga Merckx)– fue el de la cena, cuando llegaban las hojas amarillas de las clasificaciones de la permanente con la tinta aún tan fresca que los nombres se emborronaban si no se tenía cuidado al tocarlas con los dedos nerviosos. “Me pasaron los folios amarillos. Las cifras que reflejaban las diferencias provocadas por mis sufrimientos y esfuerzo danzaban delante de mis ojos alegres una suerte de ballet feliz. Me aportaban la prueba de que yo no soñaba”, escribió Ocaña. “Leí la increíble verdad: 1. Ocaña, 58h 53m. 2. Zoetemelk, à 8m 43s. 3. Van Impe, à 9m 20s. 4. G. Petterson, à 9m 26s. 5. Merckx, à 9m 46s… Y así continuaba el primer folio. Pero no pude seguir leyendo, mis compañeros me arrebataron las hojas, también ellos querían disfrutar”.
En las salas de prensa de ahora no hay ceniceros, ni tampoco se necesitan. Pocos periodistas fuman ya, y además está prohibido. Los periodistas ahora reclaman duchas, pues muchos llegan vestidos de ciclista, sudados de hacer en bicicleta unos cuantos kilómetros de la etapa, de haber subido unos puertos, de haberse sentido corredores-Tour. Después, limpios, ante pantallas de plasma de gigantescas pulgadas que emiten en alta definición, ven pasar la etapa absortos sus sentidos en la pantalla de su ordenador, en sus tuits, en lo que dicen los demás. Es su inspiración, su transpiración, y el auxilio de las teclas control-c y control-v que les permiten ahorrarse el esfuerzo de añadir de nuevo las declaraciones estereotipadas de los campeones enviadas diligentemente por sus jefes de prensa vía e-mail. Y cuando oyen algún pequeño tumulto, una discusión, una charla animada alrededor de una botella de ron o de grappa o de vino o de algunas cervezas que gentes como Jean-Louis Le Touzet, nuestro hombre en Libération, o Gianni Mura, histórico de La Repubblica, abren y reparten antes de proceder a inspirarse, y a su alrededor se conversa, se discute sobre la etapa y se establece un mercadillo amigable de interpretaciones en las que unos se prestan metáforas a otros, en las que cada uno encuentra su inspiración. Le Touzet y Mura también fuman. Gauloises, comme il faut, como debe ser. Salen a la puerta de la sala de prensa y allí se instalan. Fuman y escriben. Le Touzet, con un ordenador antiguo, un mero procesador de textos al que ha condenado las teclas de copiar y pegar automático. Para que la inspiración no se le escape, ni sus hermanas necesarias, la pasión y el alma, protege sus oídos con unos cascos de los que usan en los aeropuertos los trabajadores que dirigen las maniobras de aparcamiento de los aviones. No escucha así el sonido, a veces rítmico, a veces cadencioso, a veces metralleta, de la Olivetti que aporrea Mura, y a quien un día más el Tour ha rellenado el folio en blanco.
Están perdidos y lo saben, pero persiguen su empeño con el mismo fervor con el que Ocaña tísico y tóxico persiguió a Merckx en el Tour de 1972 hasta que el médico le prohibió seguir. Están perdidos todos, también los de las webs y los comunicados de prensa, menos viejos y sabios pese a haber protagonizado lo imposible, la gran paradoja: Karl May creó a Winnetou y a los apaches, sus mocasines, sus marchas en fila india hasta calveros en medio de los bosques iluminados por un rayo de luna en el que se decía how y se fumaba la pipa de la paz sin haber puesto un pie en las praderas del Medio Oeste atestadas de búfalos, sin haber salido de su Alemania; y aquello, lo que contaba, lo que inventaba, era lo que pasaba. Ahora, con todos los medios y pinganillos y adelantos que permiten ver a cámara lenta hasta el mínimo detalle de cada etapa transmitida íntegramente por 18 cámaras, se conoce menos, se entiende casi nada, se extrae una realidad creíble mucho más pobre, sin sombras de misterio. Sus relatos, nuestros relatos, son de memoria flash, intercambiables. Al de hoy sustituirá el de mañana y el olvido. La epopeya del Tour –nacido en 1903, apaga ahora sus 100 velas, cumple 100 ediciones, pues 11 se perdieron en las guerras–, los nombres que por la noche mastican los niños antes de acostarse y se los llevan a la cama entre los dientes para saciar sus sueños, no la escribe ya nadie, no la inventa la voz ronca de ningún locutor cuya mirada llega donde ninguna otra puede llegar, sino la imagen misma fabricada y embalada para televisiones de 40 pulgadas ante las que dormir la siesta es más placentero.
En esas imágenes, tan plásticas, deben entrar también los espectadores, que ahora no son un fondo de decorado, que ya no están para, con sus aplausos, sus gritos de ánimo, sus empujones, dar sentido para justificarla a la vida sufrida de los ciclistas, esos “nombres propios, esos nombres comunes” que, como dice Laborde, “deseosos de escapar de la fábrica, de la vida light, desvitalizada, del acartonamiento universal, huyen y quieren alcanzar la luna en la cima del Tourmalet”. Los espectadores ahora, con sus cámaras, ante las cámaras, forman parte del espectáculo. Son tan importantes como los ciclistas. Y lo hacen saber a gritos. En los pueblos agrícolas compiten para componer en los campos gigantescas imágenes alegóricas en torno al Tour y a la bicicleta con el único objetivo de que el helicóptero de la tele los distinga y les dedique unos segundos, que ellos disfrutan mientras, ajenos a sus miradas, transitan veloces en pelotón los ciclistas (a estos ya los verán por la noche en el resumen televisado). Las gentes se disfrazan en las cunetas para llamar la atención, para ganar el concurso a la originalidad. Y si no, alargan los brazos para ver la realidad a través del mínimo visor de sus cámaras digitales o de sus iPhones. Hasta que los ciclistas no se acostumbraron a estas prácticas, las caídas fueron múltiples ente los corredores, que, despistados y acostumbrados a que quien hacía fotos pegaba la cámara a sus ojos, se llevaban por delante los brazos extendidos con cacharros electrónicos. Y a su alrededor, otro invento moderno: las banderas de los países, de las regiones, de los pueblos de los corredores.
Ya no hay periódicos ni papeles con las clasificaciones, ni lista de dorsales ni transistores inventándose la etapa. Ya nadie se pelea por distinguir en la masa de colores veloz a Hugo Koblet y sus ojos de color de un lago peinándose antes de atacar para salir guapo en las fotos, o la joroba amarilla de Ocaña con la mirada fija en el horizonte, o el busto inmóvil de Anquetil, o al feroz Merckx, o al gigante Indurain, o el hachazo de Perico, o a Bahamontes comiéndose un helado en la Romeyère, o a Poulidor a rueda… Todo llegará enlatado más tarde.
El Tour de los 100 Tours ha llegado a un acuerdo con la dirección del patrimonio nacional francés para difundir las bellezas naturales de Francia y su arte y sus tantos châteaux en todas las transmisiones televisivas. El Tour es en sí, así, parte del propio patrimonio nacional francés. El paisaje, la Francia a vista de pájaro, tendrá tanta importancia ya como los propios ciclistas de cuya carne y sudor está hecha la historia de la carrera, la leyenda de la que sigue viva. Como plato fuerte de la iniciativa, el último día, el día de París, el Tour acabará en la noche cerrada de los Campos Elíseos. El Arco del Triunfo se iluminará de amarillo, y los ciclistas darán a su alrededor, en la plaza de l’Étoile, la vuelta triunfal ahogados en los fastos de una carrera que no les pertenece, aunque sea suya.
Las vistas de pájaro, las tomas aéreas desde los helicópteros, son, sin embargo, necesarias por otra razón. Dada la uniformidad de las llegadas, víctimas de la infame invención de los arcos hinchables y la multiplicación de las vallas y las barreras publicitarias, difícil –casi imposible– resulta distinguir si una etapa acaba en Alpe d’Huez, en los Alpes más altos, o en la cima del Tourmalet desolado, o en el lunar Mont Ventoux, o en el centro de una ciudad como Lyon o en un pueblo de Borgoña o en Reims. Solo la repetición aérea permite al espectador televisivo saber dónde se encuentra, qué paisaje ha transfigurado a los corredores. Julio Jiménez, ganador en el Puy de Dôme volcánico y en el Mont Ventoux en los tiempos en los que los ciclistas ni levantaban los brazos en señal de victoria –simplemente soltaban una mano del manillar para señalar a los espectadores quién era el primero–, recordaba que entonces las metas eran una línea de tiza en el suelo y nada más. El resto era naturaleza y público chillón o público agresivo, como aquel espectador fan de Poulidor que en una llegada al Mont Ventoux caluroso e infernal regó con un cubo de agua a su ídolo Poulidor, y a él, al relojero de Ávila que se apretaba los calapiés para disputarle la victoria final al francés, le arrojó el cubo entero. Queda en el recuerdo cómo le desequilibró con el impacto suficiente como para hacerle perder la etapa.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.