Sonrojo
La sentencia de Berlusconi tiene la virtud de condensar el mal en un solo hombre y, como es de ley, exculpa al pueblo que lo votó de cualquier responsabilidad
Aunque haya cierta alegría liberadora al celebrar la sentencia condenatoria de Silvio Berlusconi, este empresario-político no surgió de la nada ni actuó en solitario. Sus maniobras empresariales estuvieron amparadas por las leyes o por la falta de aplicación de estas, también sus trampas; la compra de políticos pudo realizarse porque otros políticos se dejaron comprar; la rentabilidad de sus canales televisivos fue posible por el respaldo de la audiencia, que imitó voluntariamente los patrones de conducta de todo un modelo de comportamiento, exportado con éxito de crítica y público a países como el nuestro. La crítica televisiva nunca llegó a hincarle el diente al espectáculo berlusconiano y en algunas ocasiones hasta lo aplaudió considerando que el esperpento era una manera desprejuiciada de retratar la realidad, y que la liberación de las mujeres consistía en que enseñaran las tetas delante de una cámara sin sentir pudor ni vergüenza. Algo que ha cundido más de lo que imaginamos, hasta el punto de dejar el concepto de pudor para el arrastre.
La sentencia de Berlusconi tiene la virtud de condensar el mal en un solo hombre y, como es de ley, exculpa al pueblo que lo votó de cualquier responsabilidad. Como suele ocurrir, solo aquellos ciudadanos que estén dispuestos a analizar el pasado reciente de manera autocrítica serán capaces de calibrar cuántos amigos voluntariosos necesita un líder corrupto en un país democrático para mantenerse durante tantos años; cuántos silencios y complicidades son necesarios para asumir un machismo de Estado; cuánta inmoralidad se permite hasta llegar al bunga-bunga.
Un hombre solo no puede con tanto, necesita espectadores que le rían la gracia y ciudadanos que le regalen el voto. De eso estuvo Berlusconi sobrado. Su condena debe provocar satisfacción, pero me temo que también sonrojo.
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