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Tribuna
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La manzana de Fujimori

Todo mejoraba en Perú, mientras se orquestaba una dictadura que utilizaba la extorsión y la injuria

 En 1990, cuando Alberto Fujimori llegó al poder, el Perú estaba prácticamente en la ruina económica. Alan García había dejado una hiperinflación obscena y el dinero no valía nada, era prácticamente papel sin valor. Eso y el temor de nuestras madres a que sus hijos pequeños voláramos en pedazos por algún coche-bomba de Sendero Luminoso, eran los temas de preocupación. Si el Perú quería salir del atolladero en el que se encontraba, tenía que acabar con esos dos obstáculos primero: el terrorismo y la inflación. Y durante el gobierno de Fujimori eso se consiguió. Se abrió la economía y se acabó con la violencia terrorista. Pero al mismo tiempo que se liberaron los precios, el 5 de abril de 1992, Fujimori disolvió el Congreso de la República y dio un autogolpe de Estado en el que, con tanques militares en las calles, cerró el parlamento y echó a la calle a todos los congresistas legítimamente elegidos por el mismo pueblo que lo había elegido a él. Las Fuerzas Armadas incursionaron violentamente en el poder judicial y expulsó a los jueces de turno. Mientras tanto, el SIN (Servicio Nacional de Inteligencia) al mando de Vladimiro Montesinos, y a través del grupo paramilitar Colina, perpetraba matanzas clandestinas en aras de la lucha antisubversiva: los dos casos más sonadas y por los que Fujimori está ahora preso son los de la Cantuta y Barrios Altos, donde 25 personas inocentes fueron masacradas. Si a esto le sumamos las víctimas de la respuesta Senderista ante tales hechos, el número aumentaría.

Sin embargo, en aquellos días, el Golpe de Estado pareció ser bien recibido por los peruanos que apoyaron la acción del gobierno mayoritariamente. Un gran porcentaje de la población respaldaba a Fujimori que se convertía en el presidente más popular, justamente por haber acabado con los problemas más grandes del país. La clase política tradicional estaba desacreditada y nadie quería oír de ellos. Un año más tarde, en 1993, Fujimori convocó a elecciones parlamentarias donde, como era de esperarse, una mayoría fujimorista se alzó con el triunfo.

El expresidente peruano no necesitó usar tanta violencia para acabar con el terrorismo y la crisis

Por aquel entonces empezaba a ser un adolescente y a diferencia de los años anteriores, donde ya nos habíamos acostumbrado a las explosiones y apagones, las cosas parecían estar mejor. Ahora las películas en el cine llegaban hasta el final y nuestras madres ya no temían que alguna bomba nos hiciera pedazos. Para quienes crecimos en la ciudad durante el gobierno de Fujimori, esos años parecían mejores. Pero lo eran sólo en apariencia. Detrás de todo se estaba orquestando una dictadura que utilizaba la extorsión, el chantaje y la injuria para terminar con todos los que se oponían al régimen.

Los que defienden a Fujimori no entienden o no quieren entender que no fue necesaria tanta violencia política para acabar con el terrorismo y la ruinosa economía. No era necesario cerrar el congreso, el poder judicial y acabar con el Estado Derecho y la institucionalidad. Ni mucho menos cometer crímenes de lesa humanidad. En el ámbito económico Fujimori plagió de mala manera el modelo liberal que habría utilizado Vargas Llosa de haber ganado las elecciones. Fue la lucha antiterrorista la que Fujimori utilizó como excusa para dar el golpe militar del 5 de abril y cometer todos los abusos que se cometieron después. Para Fujimori, en un congreso con demasiada oposición —oposición que le había ayudado a ganar las elecciones— no se podía acabar con el terrorismo. Según él, hacia falta una mano dura.

Pero la captura de Abimael Guzmán fue posible gracias a un eficiente trabajo de inteligencia de un grupo de policías que, utilizando exitosamente las técnicas de rastreo, logró la captura del líder de Sendero Luminoso. Aquello nada tenía que ver con la sangrienta lucha entre terroristas y militares que se estaba llevando a cabo en los andes peruanos y que dejó una saldo final de 70 mil muertos, en su mayoría campesinos inocentes. Ni mucho menos con los abusos que el grupo Paramilitar Colina estaba cometiendo. Antonio Ketín Vidal, jefe de la policía en ese entonces y cabeza visible de la captura de Guzmán, manifestó que en 1992 no había un supuesto “equilibrio estratégico” (argumento que utilizó el gobierno para dar el golpe de estado), es decir, Sendero Luminoso no tenía posibilidad de ganar la guerra contra el estado peruano. Hace poco tuve la oportunidad de conocer a Benedicto Jiménez jefe del GEIN (Grupo Especial de Inteligencia Nacional) y responsable intelectual de la captura de Guzmán. Cuando comenzaron a trabajar sólo tenían una mesa, un par de sillas y un aparato de radio que no les servía de nada sin el segundo. Los agentes apenas tenían dinero para movilizarse, y no fue hasta la ayuda de 5 mil dólares al mes, proporcionada por la Embajada de Estados Unidos, que pudieron comenzar a desarrollar su trabajo de inteligencia y seguimiento. Cuando el grupo de Jiménez capturó a Guzmán, Fujimori, al parecer, estaba pescando y no sabía nada. Según Ketín Vidal, Montesinos entró en furia al darse cuenta de que ni él ni Fujimori salían en la foto del arresto. Fue tal su enfado que en vez de fortalecer al GEIN, lo desmantelaron. Lo que fue un error que años después se traduciría en la toma de la Embajada del Japón a finales de 1996 por el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru). Pero en su momento, la captura de Guzmán avalaba el golpe de Estado y todos los abusos que se cometieron durante su gobierno.

Una vez desmantelada la cúpula de Sendero Luminoso, y con el respaldo de la mayoría de peruanos, Fujimori se dedicó sistemáticamente a planear su permanencia en el poder. En su segundo mandato, de 1995 al 2000, Fujimori no tuvo ningún logro político. Durante esos cinco años Fujimori y Montesinos se encargaron de corromper e incrementar su poder autoritario hacia todos los ámbitos privados y públicos de la sociedad peruana. Fujimori sabía que si quería seguir al mando tenía que tener a todos de su lado. Y fue lo que hizo: comprarse literalmente a congresistas, canales de televisión, artistas, periódicos y revistas, convirtiéndolo todo en un gran circo mediático, que tenía al “baile del chino” como banda sonora. Para él y Vladimiro Montesinos —su mano derecha— todos tenían un precio. Durante cinco años se dedicó a extorsionar e injuriar a quienes pensaban contrariamente a sus políticas de gobierno, a comprarse a los tránsfugas que estaban en la oposición; así como totalizar su poder manteniendo a todas las instituciones bajo su control.

Cuando Fujimori renunció a su tercer mandato vía fax desde Japón donde fue a refugiarse en el 2000 —luego de que todos estos escándalos de corrupción salieran a la luz con los famosos vladi-vídeos en los que se ve a congresistas y dueños de televisión recibiendo dinero de Montesinos en los salones del SIN—, ya estaba dentro de la universidad. Mi generación fue un testigo de cómo el Perú, en diez años, se transformaba y terminaba pareciéndose a esas manzanas que por fuera son rojas y brillantes, pero que por dentro están podridas y llenas de gusanos. A algunos esa manzana les gustaba y querían seguir comiendo de ella, pero otros ya estaban hartos y asqueados.

Carlos Dávalos es periodista y escritor.

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