Resolver el déficit simbólico
En España el Estado no actúa para asegurar el respeto y protección de todas las lenguas
Tiempo atrás el independentismo catalán puso en circulación un irónico eslogan que rezaba así: “L’autonomia que ens cal és la de Portugal”. Si el tema son los dineros, Portugal ha dejado de ser un referente atractivo. El caso portugués ilustra de manera lacerante que recaudar y gestionar todos los impuestos no es sinónimo de una economía sólida ni de un Estado de bienestar robusto. Y no importa que Portugal esté en el sur; ahora sabemos que el país de la Unión que está más cerca del rescate es Eslovenia, un estado genuinamente mittleeuropeo que se liberó hace más de 20 años del déficit fiscal que mantenía con Belgrado. Y en el recuerdo inmediato está el hundimiento de Islandia, que puso de manifiesto que ni siquiera ser un país nórdico con 70 años de independencia a las espaldas constituye una garantía contra la bancarrota.
Lo que ni Portugal ni Eslovenia ni Islandia han perdido en esta época de turbulencias es su capacidad de proteger sus lenguas respectivas. Los Estados siguen siendo instrumentos relativamente eficaces para asegurar la vitalidad de las lenguas y satisfacer los intereses lingüísticos de sus hablantes. Desde este punto de vista, son muchos los españoles —no necesariamente secesionistas catalanes— que consideran que el Estado, en España, no está actuando adecuadamente para “respetar y proteger” a todas las lenguas españolas (como manda la Constitución). Nos hallamos seguramente ante un déficit simbólico que no solo mantiene Cataluña respecto a España, sino también todas las demás comunidades que tienen una o más lenguas propias diferentes de la castellana.
Los estados siguen siendo instrumentos eficaces para asegurar la vitalidad de las lenguas
España, sin duda, no tiene una política estatal de protección de las lenguas españolas; nunca ha desarrollado el artículo 3.3 de la Constitución y, a pesar de haber ratificado generosamente la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, la incumple de manera flagrante. En los últimos tiempos el Estado ha permitido desaguisados respecto a lenguas españolas que nunca permitiría respecto al castellano: ¿alguien cree que el Estado permitiría que una comunidad autónoma decidiese relegar el castellano a simple mérito para acceder a la función pública? Es lo que ha pasado en las islas Baleares con el catalán. ¿O alguien cree que el Estado permitiría que una ley autonómica llamase al castellano por otro nombre que no fuera “castellano”? Es lo que ha pasado en Aragón con el catalán y el aragonés. (Por cierto, si el catalán es ahora la “lengua aragonesa propia del área oriental” y el aragonés, la “lengua aragonesa propia del área pirenaica y prepirenaica”, ¿el castellano no debería llamarse “lengua aragonesa propia del resto de Aragón”?).
En una tribuna reciente (Por una ley de lenguas (de una maldita vez), 7-5-2013), Juan Claudio de Ramón defendía una posible solución para este déficit simbólico: una ley de lenguas que convirtiera al catalán-valenciano, vasco y gallego en lenguas oficiales del Estado. El propio de Ramón vaticinaba que a algunos les daría risa la propuesta y otros se llevarían las manos a la cabeza. La aversión al multilingüismo estatal une a la mayoría de unionistas españoles con ciertos independentistas catalanes (como Muriel Casals, presidenta de Òmnium Cultural): para los primeros, el castellano y solo el castellano debe seguir siendo la lengua oficial de España; para los segundos, el catalán y solo el catalán debería ser la lengua oficial de una Cataluña independiente.
La aversión al multilingüismo une a la mayoría de unionistas españoles con ciertos independentistas catalanes
En Europa hay unos cuantos ejemplos de Estados “extraños” (al decir de Casals) que cuentan con más de una lengua oficial, y acaso sería oportuno fijarse en ellos para saber de qué estamos hablando. En Finlandia, por ejemplo, las lenguas oficiales del Estado son el finés y el sueco. A pesar de que todo el mundo sabe finés (el sueco es la lengua de un exiguo 5% de la población), todas las instituciones estatales funcionan también en sueco. Los diputados del Parlamento pueden expresarse en la lengua oficial que deseen; a nadie se le ocurriría exigir (o esperar) el uso del finés con el argumento de que es la lengua “común” del país. En el estado europeo más joven, Kosovo, la hegemonía demográfica del albanés tampoco es óbice para que el Parlamento local funcione también en serbio.
Ni Finlandia ni Kosovo son los casos más prominentes de multilingüismo estatal en Europa. Los casos más conocidos son aquellos en los que el multilingüismo estatal se da la mano con el federalismo político (Bélgica y Suiza, pero también Bosnia y Herzegovina). En estos casos, todas las lenguas digamos “nacionales” son oficiales del Estado y cada región, cantón o entidad determina su propio régimen lingüístico. Es lo que podríamos llamar “federalismo lingüístico” —una técnica de gestión de la diversidad lingüística a la que podemos dirigir unas cuantas preguntas—.
Primera pregunta: ¿el federalismo lingüístico podría aplicarse a España? Sin duda. Las cuatro grandes lenguas españolas serían las lenguas oficiales de las instituciones estatales y las comunidades autónomas optarían previsiblemente por mantener sistemas de doble (o triple) oficialidad, del mismo modo que la región de Bruselas en Bélgica, los cantones de Berga, Friburgo y Valais en Suiza y las dos entidades de BiH (la Repubika Srpska y la Federación de Bosnia y Herzegovina). El verdadero cambio, pues, no estaría en las comunidades autónomas, sino en las instituciones estatales, en los símbolos del Estado, en sus delegaciones diplomáticas, etcétera.
¿El federalismo lingüístico podría aplicarse a España? Sin duda.
Segunda pregunta: ¿el federalismo lingüístico podría frenar el secesionismo catalán? Aquí la respuesta no es clara. La política comparada no es muy esperanzadora: el federalismo lingüístico no impidió dos referendos de secesión en Quebec, y no parece que sea capaz de contener una posible secesión de Flandes o de la Republika Srpska. ¡Pero conviene recordar que la finalidad del federalismo lingüístico no es frenar la secesión!
Y tercera y más delicada pregunta: ¿España se encamina hacia el federalismo lingüístico? Aquí la respuesta es rotundamente no. España no puede acercarse al federalismo lingüístico sin acercarse al federalismo tout court. Y a pesar de los esfuerzos del PSC (que el día 29 presentó en Madrid su propuesta federalista) y de la presunta simpatía del PSOE, las cosas no se están moviendo precisamente en una dirección federal. Uno de los indicios más recientes es la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa. Y no (o no solo) por el trato desigual que dispensa a las lenguas españolas, sino por el mismísimo hecho de ser una ley estatal. (En los Estados federales serios, la educación depende de las unidades federadas; Alemania es el ejemplo más claro de que una gran descentralización no está reñida con la calidad educativa). Para resolver déficits simbólicos al final resultará que, a falta de federalismo, buenas son “autonomías” como la de Portugal.
Albert Branchadell es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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