Rembrandt y la primavera en Manhattan
Como soy un pésimo turista (o como siento un desprecio esnob por el turismo), nunca había ido a Nueva York a hacer turismo; pero como mi hijo nunca había estado en Nueva York, hace unas semanas fui a Nueva York a hacer turismo. Esta actividad consiste, según se sabe, en elegir una ciudad y en pegarse unas palizas tremendas para visitar en pocos días todos sus puntos de interés, con el fin de amortizar el viaje y acumular temas de conversación de cara a reuniones con amigos. Es una estupidez flagrante, así que, ya en Nueva York, un mediodía mi hijo, harto de maratones diarias y de padecer mi ansiedad por enseñarle todo lo enseñable, consigue convencerme de que le deje unas horas en paz, disfrutando del gimnasio del hotel, y de que me tome la tarde libre. Bruscamente ocioso, aliviado en secreto, echo a andar por la ciudad, y al rato casi me doy de bruces con la Frick Collection, un museo situado en una mansión de principios de siglo, en la esquina de la Quinta Avenida con la calle 70, frente a Central Park. He oído hablar mucho de él, aunque, como nunca he hecho turismo en Nueva York, nunca lo he visitado. Decido visitarlo. Se trata de un museo minúsculo, pero su colección de cuadros, casi todos antiguos, es deslumbrante y, mientras veo un par de Vermeer y un par de Goya, me digo que los grandes museos son demasiado grandes, que llevo varios días castigando a mi hijo con una gincana cultural y que uno debería entrar en un museo para ver no más de cuatro o cinco cuadros; el resto es mera contabilidad. Y entonces, cuando ya estoy pensando en marcharme, lo veo.
Ni el mundo ha sido lo que prometía ser ni el viejo ha sido lo que imaginaba el joven”
Es el ‘Autorretrato con bastón’, de Rembrandt. Lo había visto varias veces, en reproducciones, y además comparte pared con otros dos Rembrandt y otras dos obras maestras (Felipe IV en Fraga, de Velázquez, y Dama y criada con carta, de Vermeer), pero de golpe lo veo como si no lo hubiese visto nunca y como si estuviese solo en la sala. O como si estuviésemos solos los dos: el cuadro y yo. Mientras me siento en un sofá, frente a él, me acuerdo de que hace unos años fantaseé con la idea de escribir un relato sobre un encuentro imaginado entre Rembrandt, Vermeer y Spinoza, que fueron compatriotas y contemporáneos geniales y sin embargo no se conocieron (o al menos no hay evidencia documental de que lo hicieran). Luego me fijo en el cuadro. Rembrandt tiene en él 53 años, más o menos los que tengo yo. Es un viejo. Se ha retratado obsesivamente desde que empezó a pintar, cuando era un joven ambicioso y altanero, pero ahora ya es un viejo. Está sentado, los brazos apoyados en los brazos del butacón; viste una especie de bata malva, un ropaje de color oro viejo, una camisola blanca y un cinturón rojo, pero lo que monopoliza la atención del espectador no es su cuerpo, sino su cara, y sobre todo sus ojos, oscurecidos por el ala del sombrero. ¿Por qué se retrataba obsesivamente Rembrandt? Han corrido ríos de tinta sobre la pregunta, pero no hay una respuesta clara, o yo no la conozco. Lo único evidente es que esos ojos de viejo se buscan, o que Rembrandt se busca en ellos; también es evidente que en su mirada de cansancio hay una infinidad de fracasos, de vergüenzas inconfesadas, de perplejidades y de melancolías; es una mirada de desencanto absoluto: ni el mundo ha sido lo que prometía ser ni el viejo ha sido lo que imaginaba el joven altanero. Este cincuentón sabe que lo mejor de la vida pasó, y que lo que ahora queda por hacer es aguardar la muerte con la mayor dignidad posible. Sentado frente al autorretrato de Rembrandt, me acuerdo de un pasaje del diario de Dostoievski en el que el novelista ruso afirma que si alguien le preguntase qué había sacado en limpio de la vida y qué conclusión había deducido de ella, él se limitaría a entregar en silencio El Quijote, y por un momento siento que si alguien me hiciese a mí la misma pregunta, yo podría mostrarle en silencio este cuadro.
Salgo a la calle hechizado todavía por los ojos de Rembrandt y echo a andar por la Quinta Avenida entre un bullicio de adolescentes que se disponen a disfrutar de la noche del sábado; entonces recuerdo que mi hijo me espera para cenar en el hotel y, oliendo el aire dulce y el sol dorado del atardecer en Central Park, me doy cuenta de repente de que la primavera acaba de llegar a Manhattan.
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