La Corona
La justificación de la monarquía es más que difícil ahora, cuando llevamos décadas de democracia
El problema de la Corona es que solo es sostenible si quien la encarna es irreprochable. Y hoy, una serie de circunstancias que ponen en duda esa cualidad dejan la Institución a los pies de los caballos. Cuando un político, de cualquier signo, intenta defender hoy a Juan Carlos I se refiere inevitablemente al 23-F y a lo agradecidos que le tenemos que estar por aquello. Pero eso se ha convertido ya en un razonamiento endeble. Ha de cambiar el relato y hacerse más sólido.
Porque la justificación de la monarquía es más que difícil ahora, cuando llevamos décadas de democracia consolidada.
La Constitución de 1978, el texto más democrático que ha regido la organización política del Estado en toda la historia española, contiene párrafos de importancia sustancial que provocarían el escándalo de cualquier constitucionalista marciano que desconociera los avatares del devenir político español.
En el artículo 14 de la ley suprema se reconoce que “todos los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social”. A pesar de esa solemne declaración, el punto 3 del artículo 56 establece que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Y el artículo 57 dice que la Corona de España “es hereditaria en los sucesores de su majestad don Juan Carlos de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica”. Luego, ese mismo artículo desarrolla que la herencia de la responsabilidad tendrá un orden en que prevalecerá la primogenitura y el sexo.
La amarga experiencia del borboneo practicado por anteriores monarcas hizo que los redactores de la Constitución de 1978 tomaran precauciones importantes para preservar la democracia de posibles actitudes indeseables. La más importante es la de que el Rey solo puede tomar decisiones de carácter político cuando estén refrendadas por el presidente del Gobierno, los ministros implicados o la presidencia del Congreso de los Diputados.
Es evidente que esta precaución elimina muchas incertidumbres. Pero sigue habiendo una anomalía descomunal en la declaración del Rey como persona inviolable y no sujeta a responsabilidad. La declaración de que todos los españoles son iguales ante la ley y esta prerrogativa chocan de manera escandalosa.
No es menos chocante la función que tiene: es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Y esta auténtica encarnación de un abstracto será transmitida por vía familiar. Es decir, que la legitimidad democrática no se la dan los votos, sino el ADN. Y depende del azar el que quien herede la función sea un genio o un disparatado borboneador.
Todavía no nos hemos visto sometidos de una forma dramática a las posibles consecuencias de tener un mal Rey. Aunque ni los más conspicuos monárquicos niegan que nos hemos acercado bastante con la suma de escándalos y escandalitos que la familia real ha protagonizado.
Creo que el mejor argumento que utilizan quienes defienden esta anomalía de la razón democrática es el de que la existencia del Rey ofrece una última trinchera cuando hay crisis políticas profundas. Pero también sabemos que eso tiene posibles arreglos distintos: el caso de Italia, que ha gozado de presidentes de la República como Sandro Pertini o, ahora, Giorgio Napolitano, los dos ampliamente refrendados por los votos, indica que es posible sobrevivir sin la garantía del ADN.
Y es cierto que la tormentosa situación en la que vivimos no aconseja añadir un problema, una crisis suplementaria, al debate político. Esto debe resolverse de forma tranquila, reposada y prolongada.
Pero la anomalía es profunda, y los ciudadanos conocen a fondo sus derechos. La magia, la irracionalidad, no pueden presidir y mancar una Constitución que, en sus líneas generales, ha dado tan buenos resultados y puede seguir dándolos. Se ha hablado ya en muchas ocasiones de corregir el contenido machista de la línea hereditaria. Pero lo más grave, lo más complejo se produce en el terreno de la irresponsabilidad.
Lo que provocó la enorme crisis de 1931, la que condujo a la II República, fue la debilidad intrínseca de la institución para defenderse de sí misma. Un rey, Alfonso XIII, borboneó, abusó de su privilegio. En aquel caso, porque entró en la política de mala manera. Hoy, la crisis crece por los comportamientos humanos de una figura que está investida de ropajes divinos.
Debatamos, aunque sea suavemente.
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