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LA COLUMNA
Columna
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Políticos

La grandeza de miras ha sido sustituida por la disciplina impuesta por el más fuerte

Jorge M. Reverte

El golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera tuvo efectos demoledores en muchos terrenos en nuestro país. No fue el menor, aunque sí suele ser poco destacado, el de acabar con toda la generación de políticos que quedaban de la Restauración y sabían negociar, llegar a acuerdos. Cito de memoria en esto a Joaquín Romero Maura (La romana del diablo, Marcial Pons). De una manera poco sofisticada se puede decir que eso dejó a nuestro país sin una derecha civilizada. Los que siguieron se llamaban José María Gil Robles, de vacilantes convicciones democráticas, y José Calvo Sotelo, de inequívocas convicciones exterminadoras.

De los de izquierdas, qué decir. Todavía no estaban entrenados en esas artes. Todo lo más, Francisco Largo Caballero, con la revolución en la cabeza, y unos pocos como Besteiro y Prieto (más tarde). En medio, hombres de gran talla intelectual, como Manuel Azaña, escasos de pragmatismo; o aterrados, como Melquíades Álvarez.

Franco y sus militares fueron los grandes responsables de la matanza que siguió, pero a ello contribuyó el desastre de la falta de políticos de altura en la derecha.

En España, la Transición gozó de una generación de políticos capaces de afrontar un inmenso riesgo político, social y económico, por cuya solución positiva nadie sensato habría apostado un duro. Hubo una generación que tenía grandeza en sus formas muy dispares de pensar la sociedad, que sabía que se debía a los ciudadanos y a su país. Desde Adolfo Suárez, el muñidor de los intereses de los franquistas, hasta Santiago Carrillo, el encauzador de las revanchas de la derrota, pasando por Felipe González y hasta por Jordi Pujol. Unos fueron grandes porque sabían lo que querían, otros porque fueron capaces de acertar con intuición el momento.

En Europa, desde los años cincuenta, se fueron sucediendo gentes como Robert Schuman, Konrad Adenauer, Paul-Henri Spaak, Willy Brandt, François Mitterrand, Sandro Pertini y otros más que se atrevieron a poner en marcha políticas que desembocaron en la mejor y mayor aventura europea de la historia.

Ahora podemos estar satisfechos: por fin, de una vez por todas, estamos a la misma altura que nuestros vecinos. Hacía mucho que en Europa no se registraba un nivel tan mediocre en los líderes políticos, y una exhibición de cobardía moral y déficit democrático tan escandaloso como el que vemos. La grandeza de miras ha sido sustituida por la disciplina impuesta por el más fuerte, las instituciones democráticas apenas funcionan y suplantan las soberanías nacionales sin legitimidad alguna (Monti en Italia, el cambio constitucional sobre el déficit en España…), y hay una descuidada tolerancia a la falta grave de democracia en Hungría (xenofobia y modales fascistas en crecimiento) o Letonia (con un 40% de la población rusófona con pasaporte de apátrida).

De los Parlamentos nacionales puede esperarse poco para exigir un reforzamiento de la democracia europea, empezando por la política económica. Del Parlamento Europeo sabemos demasiado poco, salvo las noticias que nos llegan de que nuestros electos siguen teniendo planes de pensiones privilegiados que se han votado ellos mismos.

Los políticos de envergadura no nacen porque sí. Los milagros políticos se dan solo cuando hay caldos de cultivo para el oportunismo populista, y acaban en un resultado siniestro. Hitler fue fruto del desaliento y de la miopía tanto internacional como interna; Beppe Grillo, que rivaliza con Berlusconi en destrozar Italia, es fruto de la cortedad generalizada de la política del país.

Ante eso, ¿qué? Solo más política, pero con amplitud de miras. En España, más democracia, empezando por los partidos, que no se resignan a dejar su papel de repartidores de prebendas, que han recuperado las costumbres sectarias y clientelares más obsoletas. ¿Cómo se puede construir una democracia más eficaz y creíble desde unas instituciones como esas? El Parlamento no es el problema. El problema está en quienes lo componen y usan su reglamento para defender privilegios antes que para desmantelarlos, ignorando que las dos revoluciones que han dado origen al mundo civilizado, la francesa y la americana, coincidieron en eso, en la lucha contra el privilegio.

Los políticos que pueden mejorar nuestras vidas solo pueden surgir de los partidos políticos, que son la columna vertebral del sistema. No hace falta que sean de los de “siempre”. Hace falta que crean en la democracia.

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