No hay dinero ni para la alfalfa
Cuando eramos ‘suecos’, tener un caballo llegó a ser marca de estilo. Ahora hay cola para sacrificarlos porque conservarlos para acariciarlos un rato resulta demasiado caro.


Conocí en tiempos a una mujer de clase media que se compró un caballo de clase alta. Fue después de que Juan Guerra le regalara uno al hijo de su hermano Alfonso. De repente, la cosa de tener caballos devino en una excentricidad estándar, valga la contradicción. Estabas en el descanso de una reunión de trabajo, cuando alguien, dando vueltas al café, confesaba que había entrado en el club de los que poseían un equino. Digamos que llegó a ser una marca de estilo. Un caballo era como un tatuaje oculto. Confesar su posesión venía a ser como bajarse los pantalones para mostrar el dibujo de la nalga.
El caso es que cuando le pregunté a aquella mujer dónde lo guardaba, me dijo que en el hipódromo.
–Me lo cuidan por una cantidad equis al mes, yo solo voy los jueves a acariciarle un poco la crin y a contemplarlo, en plan zen.
Bueno, pasaron los años y parece que la moda del caballo, como la de los tatuajes, fue a más. A tanto, que dejamos de prestarle atención. No es que tener un caballo se convirtiera en una vulgaridad, pero ya no constituía la rareza de antes. Mira por dónde, el otro día nos enteramos de que muchos de aquellos animales adquiridos cuando éramos suecos están siendo sacrificados por falta de mantenimiento. Ya no hay dinero para la alfalfa ni para el mozo de cuadras, ni para el alquiler del establo. Los caballos de clase alta de la foto son algunos de los abandonados por sus dueños de clase media. Probablemente se dirigen al matadero. No sabemos si quienes por la misma época se hicieron tatuajes están también tratando de borrárselos.
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