La ‘falsedumbre’

Creo que ahora mismo –tal vez porque me hallo postrada por un supertrancazo super rompe bolas– me echaría a llorar, a lagrimear hasta decir basta, a sollozar como veinte plañideras, si alguien perteneciente a la superioridad reinante dijera una sola puñetera verdad.
Es una especie de ritual satánico, que se repite hasta la extenuación. Primero cae la ya acostumbrada ración de porquería –estafas, sobres, enriquecimientos ilícitos, desfalcos, abusos de confianza, prevaricaciones, cohechos, desahucios, explotación del trabajador y todo lo demás–, y a continuación nos inundan los recitales exculpatorios a cargo de los presuntos y de sus allegados, y, sobre todo, de aquellos a quienes pagamos para que nos gobiernen y nos tengan al corriente de cómo lo hacen.
La ración de hipocresía militante y de falacias puntuales es tal que veo mentiras por todas partes. Ese Papa, por ejemplo, que ha tenido la bondad de retirarse de su empleo once años después de lo que le toca a un ciudadano español (bueno, esto también está resultando mentira). Estoy segura de que lo hace por motivos de salud, no hay más que mirarlo al menda, y está hasta las narices de aguantar cardenales. Quiere rezar en un convento mientras las buenas monjitas, que ocupan el lugar que deben ocupar según la Iglesia, le lavan la ropa interior: ¿quién no aspiraría a pasar así los últimos años de su vida, en vez de tener que aguantar de pie tanta misa o –alternativa siniestra– rebuscar en los contenedores para sobrevivir, como un cristiano de a pie?
Echo en falta que seamos mucho más capaces de aislar a los embusteros, de avergonzarles”
Sin embargo, la insidia del engaño, a la que me he acostumbrado como todo ciudadano de este país, me induce a pensar que tal vez lo tenía planeado, con su agraciado secretario, desde el principio: “Yo te nombro cardenal, tú trabajas para mí y yo gobierno en la sombra”. Perdónenme los católicos por mi presunción, algo forzada, como yo les perdono a ellos la tabarra que me vienen dando desde hace dos milenios.
Otrosí, o verbigracia. ¿Cómo voy a creer en la Patronal –a la que yo veneraba desde que vi en el Hola! a don Carlos Ferrer Salat jugando al tenis en el Club de Ídem Barcelona– después de lo de García y de lo de Fernández? Porque además de lo feícos que son, que en eso coincido con el otro Arturo, ¡han mentido tanto!
Antes, durante y después. ¿Todos mienten? Peor aún, ¿todos saben que pueden mentir, porque somos una pandilla de cabritos? Puede que me equivoque, enfebrecida como estoy, pero me ofende incluso más que el tema de los dineros (el cual, sencillamente, me indigna) el de la falsedumbre, palabra que me acabo de inventar para definir lo urdido con mentiras, lo tejido con indecente desvergüenza.
Por poner un ejemplo: lo más asqueroso del caso Undargarin se sustenta en dos grandes mendacidades. Una, que Nóos era una especie de ONG sin intención de lucro, y dos, que los eventos deportivos cuya organización vendían a las Administraciones públicas servían para algo. Lo de que la Infanta no sabía nada es, simplemente, la guinda colocada encima de la tarta.
¿Meterlos en la cárcel por estafadores, por chorizos, por desfalcadores, por prevaricadores y por etcétera? Por supuesto. Pero ¿qué castigo merecen por mentir, engañar, inflar embustes, largar trolas? ¿Por desmoralizarnos de esta forma?
Cuando la falsedumbre se desgarra en las esquinas y deja entrever la gangrena que afecta a nuestra sociedad por encima, por sus diferentes cúspides, echo en falta que seamos un poquito más luteranos, un mucho más capaces de aislar a los embusteros, de avergonzarles hasta convertirles en parias, además de en presidiarios, cosa que está por ver, también.
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