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Tribuna
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¿Ha fracasado la reforma laboral?

Los cambios de los últimos treinta años han interpretado mal las relaciones económicas

 Si nuestros actuales gobernantes se hubieran molestado en hacer explícitos sus objetivos cuando diseñaron la reforma laboral decretada ahora hace un año, entenderíamos mucho mejor lo sucedido en realidad en el último año en la economía española y, más en particular, en su mercado laboral. En documentos gubernamentales posteriores a la reforma se aludía a objetivos distintos del de la creación de empleo, que es el que hacía suyo la Ley 3/2012. Así, el Programa de Estabilidad de 2012 dejaba claro que uno de los fines a conseguir con los cambios en la regulación de las relaciones de trabajo consistía en impulsar un ciclo de moderación de rentas (devaluación interna) bien que solo de salarios.

Así valorada, en función del logro de esos otros objetivos no expresados de modo directo, cabría concluir que la reforma ha sido un “éxito”. En efecto, uno de los corolarios claros de las consecuencias derivadas de la misma ha sido la pérdida de poder adquisitivo de los salarios a lo largo del año 2012 y, más intensamente, la reducción de los costes laborales (que incluye la disminución de los costes de despido), así como de los costes laborales unitarios (por unidad de producción). Y es que dicha reforma, al estilo de las anteriores, vino precedida de un diagnóstico de los problemas del mercado de trabajo español, que atribuye su “ineficiencia” a una pretendida gran rigidez del mismo a causa de la “excesiva regulación” a la que está sometido. Conforme a esta tesis, el desequilibrio —desempleo— de ese mercado provenía, fundamentalmente, de los desajustes internos y rigideces del propio mercado y, en modo alguno, de la estructura del sistema productivo español.

Esta base teórica es la que ha alumbrado las diferentes reformas laborales habidas en las tres últimas décadas, pero de manera destacada la de 2012. Semejante idea incurre en un profundo error de interpretación del mundo de las relaciones económicas, al concebir la competitividad entre las empresas como un problema de costes siendo así que la realidad pone de manifiesto que la mejora de competitividad ha de buscarse, básicamente y de forma duradera, a través del avance en materia de calidad y productividad.

A partir de este marco teórico, bien que dotado de un fuerte contenido ideológico, la reforma pretende actuar del modo siguiente: a) Potenciar la flexibilidad externa de las empresas a través, principalmente, de los mecanismos de salida del empleo (despido); b) aumentar la flexibilidad interna de las empresas, permitiendo una mayor adaptación de las condiciones de trabajo, como la jornada laboral, a los cambios en la situación económica de las empresas; c) reforzar la flexibilidad salarial, sobre todo de los salarios reales, en función de los cambios que se produzcan en la situación del conjunto de la economía o de las empresas; d) disminuir la “generosidad” del sistema de prestaciones por desempleo, limitando las condiciones de acceso y mantenimiento de esas prestaciones, y e) favorecer los ajustes cuantitativos y cualitativos entre la oferta y la demanda de trabajo a través de una mayor participación de los servicios privados de empleo y del incremento de la movilidad geográfica y funcional de los trabajadores.

No afectará, a medio o largo plazo, a la dinámica de creación de empleo

Conviene, por tanto, confrontar los objetivos y sus concreciones con los datos registrados en la estadística oficial. En 2012, el empleo ha descendido en 850.000 personas, cifra solo superada en el año 2009 (1.211.000), según la EPA. Y el correspondiente aumento del paro no ha sido tan intenso a causa del importante descenso de la población activa (175.000 personas, inmigrantes que retornan, jóvenes autóctonos que emigran o desanimados que se retiran del mercado laboral). De su lado, los salarios reales se han reducido en más del 2%, en el cómputo anual. La cobertura de las prestaciones por desempleo (porcentaje de desempleados que cobran subsidio sobre el total registrado con experiencia laboral) ha experimentado un descenso de cinco puntos porcentuales. Y ha acontecido un cambio significativo de la mecánica de disminución del empleo: asciende de forma intensa la destrucción de empleo indefinido frente al temporal, con respecto a años precedentes, al tiempo que se erigen en protagonistas las nuevas figuras de despido con indemnización de 20 días por año trabajado y límite de un año frente a los 45 días y límite de 42 meses, modelo mayoritario con anterioridad a la reforma.

En el haber de la reforma podríamos considerar un ligero descenso de la proporción de trabajadores afectados por expedientes de regulación de empleo (ERE) extintivos (despidos) en favor de los que reducen jornada o suspenden temporalmente el contrato, en un contexto de fuerte ascenso del total de ERE y trabajadores afectados por ellos. Algunos otros aspectos (flexibilidad interna, por ejemplo) de los contenidos en la reforma requerirán de algo más de tiempo para que las estadísticas disponibles reflejen lo ocurrido.

Con estos datos, y no obstante lo dicho desde las instancias gubernamentales, no parece que para el país y para la gran mayoría de sus ciudadanos pueda afirmarse, lamentablemente, que esta reforma vaya arrastrando un éxito y, menos aún, si se le califica de triunfal.

Bien podría decirse frente a esta afirmación que las modificaciones introducidas por la reforma requieren, para su enjuiciamiento, de un periodo superior de tiempo; pero en contraste con semejante argumentación exculpatoria, también cabría apreciar que, por la propia naturaleza de estas modificaciones normativas (que afectan a la regulación del mercado laboral), no afectarán ni a corto (ya lo hemos visto) ni a medio o largo plazo a lo esencial de la dinámica de crecimiento del empleo, intrínsecamente vinculada a la marcha de la actividad económica; es decir, del crecimiento del PIB y las alteraciones de su estructura.

La reforma laboral no afecta a ninguno de los factores que inciden en la evolución del PIB y de su estructura, a excepción de los costes laborales. Y en lo que se refiere a los salarios, conviene recordar que el discurso que concluye en la necesidad de la flexibilidad salarial para generar empleo y reducir el paro solo tiene en cuenta la dimensión del salario como coste laboral, sin valorar, o valorándolo de modo marginal, la otra dimensión fundamental del salario como ingreso de los asalariados y, por tanto, determinante fundamental del componente mayoritario de la demanda agregada efectiva; esto es, del consumo privado, por la que el descenso del poder de los salarios se convierte en un factor que retroalimenta el retroceso del PIB y del empleo.

Por lo demás, no es impertinente constatar aquí que, además del limitado éxito económico obtenido y de las muy limitadas expectativas de que se mejore en el futuro, la reforma laboral de 2012 ha llevado a cabo el desmantelamiento de un buen número de derechos sociales, lo que, al deteriorar la arraigada paz social existente en nuestro sistema laboral, está neutralizando incluso el objetivo de mejorar la competitividad y productividad de nuestras empresas. Las estadísticas hasta ahora conocidas sobre el número de huelgas convocadas, de trabajadores participantes y de número de horas de trabajo pérdidas, así lo confirman.

Es a los políticos a quien les toca modificar un diagnóstico que no responde a la realidad y las políticas económicas que de él se derivan. En el contexto político en que nos movemos, de reiteración de viejas recetas manifiestamente ineficaces, “las posibilidades de cambio económico no están limitadas solamente por las realidades del poder político, sino también por la pobreza de sus ideas”, como decía recientemente un destacado académico de Harvard (Dani Rodrik).

Ignacio Pérez Infante, Santos M. Ruesga, y Fernando Valdés Dal Ré. Son, respectivamente, miembro del colectivo “Economistas frente a la crisis”, catedrático de Economía Aplicada en la UAM y Catedrático de Derecho del Trabajo y la Seguridad Social en la UCM.

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