Piel de rinoceronte o desdén
Semana arriba o abajo, este febrero se cumplen diez años desde que inicié aquí mis colaboraciones dominicales. Llevaba ocho más haciendo algo muy parecido en otro suplemento, así que desde mi punto de vista son dieciocho de buscar tema, convencerme de que tenía algo que decir al respecto (algo levemente original o que no hubieran dicho ya otros, seguramente con más acierto), escribir mi pieza y sometérsela a los lectores en la mañana del domingo. Para ustedes es un decenio de frecuentarme, en todo caso; y, como siempre que se alcanza una cifra redonda, a uno lo asaltan las dudas. ¿No es suficiente tiempo? ¿No debería callarme, al menos una temporada? ¿Acaso es posible no repetirse, a lo largo de casi quinientas columnas? ¿No sería natural que la gente sintiera hartazgo? Ante esta pregunta siempre cabe consolarse pensando que nadie está obligado a leer la última página de El País Semanal, como a nadie se fuerza a completar el crucigrama que –si no me equivoco– aparece en el periódico a diario. Pero, aún más decisivo: ¿no sería natural, y aun saludable, que yo sintiera ese hartazgo? Si no recuerdo mal, mi ya lejano predecesor en este espacio, Antonio Muñoz Molina, lo ocupó tan sólo dos años. ¿No es excesivo, para ustedes y para mí, que lleve aquí remoloneando cinco veces más tiempo?
Todas estas cuestiones bien pueden deberse a lo rotundo del aniversario, nada más. Algo semejante a lo que nos ocurre cuando cambiamos de década en la cuenta de nuestra edad. Solemos pararnos unos días a pensar que ya tenemos treinta, cuarenta, cincuenta… Echamos un vistazo atrás, miramos lo que hemos hecho o no hecho desde el anterior número redondo, medimos nuestro grado de satisfacción o de desagrado con nosotros mismos, nos planteamos efectuar mudanza (en la medida de lo posible) o seguir adelante sin variaciones. Al poco, tendemos a continuar como estábamos, las más de las veces porque los grandes virajes no dependen de nuestra voluntad y el tiempo apremia siempre: a él le trae sin cuidado la edad que alcancemos. Hay que pagar el alquiler y el colegio de los niños, etc., etc. Pero eso no es óbice para que reparemos en el nuevo guarismo, y nos quedemos perplejos, y nos interroguemos.
¿No se enteran los políticos de lo que se dice de ellos?
Pese a lo gentiles que son muchos lectores; pese a que no pocos me alienten a proseguir con estas columnas (y agradezco sobremanera esas palabras de ánimo), al cabo de diez años he de confesar que la sensación predominante es de inutilidad, para quien las escribe. Grosso modo, uno intenta llamar la atención sobre lo que le parece mal, injusto, indecente, de nuestra sociedad, y argumentarlo. Si se molesta en ello, es porque guarda un fondo de ingenuidad y vago optimismo, es decir, porque aspira a que las cosas mejoren un poco (desde su particular punto de vista, claro, tan discutible como el que más). Pero pasan los años y en conjunto ve que más bien todo empeora, y que quienes podrían enmendar algo (los políticos, sobre todo) parecen aplicarse a hacer lo contrario de cuanto uno solicita o propone, y a reincidir en lo que critica o condena. Lo más probable es que esos responsables ni se dignen leer lo que uno escribe, y están en su perfecto derecho, faltaría más, como cualquier otro individuo. Uno lo sabe y no se llama a engaño, pero hace unos días, coincidiendo con el aniversario, se me hizo en verdad patente la “inutilidad” de esta tarea.
Estaba yo cenando con dos amigos en un restaurante, y vimos que un par de mesas más allá se encontraba un notorio ex-ministro de Aznar con otro hombre y dos mujeres. No repite en el actual Gobierno, pero ejerce un importante cargo en el extranjero. Con ese prócer recuerdo haberme metido yo aquí más de una vez. Sin duda lo incluí, con su apellido, en un viejo artículo de 2004 titulado “Pero quiénes son estos patanes”. De tal lo califiqué, y de zafio, por actuaciones suyas de entonces. A la sobremesa, con el local ya casi vacío, y aprovechando que conocía levemente –o que reconoció de la televisión– a uno de mis amigos, el alto cargo se ofreció a invitarnos a una copita. Yo la decliné, pues bebo poco y además no me apetecía ese “agasajo”. Pronto se dirigieron a mí, él y el otro hombre: “Que sepas que se te lee y admira”, dijo este último. “Gracias, muy amable”, respondí cortés. Luego el ex-ministro me preguntó si no iba por el país en el que ahora reside. “Sí, dentro de un par de meses me toca viajar allí, por trabajo”, me limité a contestar. Se despidió anunciándome, con gran aplomo: “Te llamaré antes de tu venida”. El tuteo. Jamás lo había visto con anterioridad y, ya digo, lo había tildado de “patán” como mínimo, en el pasado. ¿No se enteran los políticos de lo que se dice de ellos? ¿Lo encajan con fair play? ¿Les trae sin cuidado y lo desdeñan? ¿Tienen piel de rinoceronte? O, si coinciden con alguien que los ha censurado, ¿hacen caso omiso y se muestran cordiales para que la próxima vez nos cueste más criticarlos? Tal vez sea eso: de momento –el encuentro está reciente, él fue campechano– me he abstenido de escribir su nombre, quizá también por tratarse de una ocasión casual y privada y no parecerme del todo decente divulgarlo. Pero qué quieren: si ni siquiera los “damnificados” me tienen en cuenta la “damnificación”, ¿ustedes creen que vale la pena que siga con estas columnas, después de diez años? La pregunta es retórica, no hace falta que me la contesten.
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