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Tribuna
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Una cuestión de ideología

El Estado no puede actuar con arreglo a consideraciones religiosas

El problema de la religión en la escuela aparece y se esconde periódicamente y tiende a complicarse. El asunto se hace más difícil porque comprende en sí mismo varios debates, que quizá convenga aclarar.

El primer debate es acerca del papel de la religión en el espacio público. Aquí conviene tener muy claro que la religión pertenece al campo de lo privado. Sin embargo, cuando se habla de dejar la religión en el plano privado no quiere decirse que quede relegada al ámbito personal. Las creencias religiosas se sitúan en el ámbito propio de los individuos, que es privado por contraposición a lo público, que es donde actúan los poderes públicos. Es un ámbito privado, pero también social y, por consiguiente, externo y no sólo íntimo. Las creencias religiosas tienen también una dimensión externa y colectiva, como han dicho Habermas, Rawls o Taylor, hasta el extremo de que sus organizaciones pueden intervenir en la vida social e, incluso, como pasa en España, pactar con el Estado.

Pero una cosa es esto y otra bien distinta que el Estado pueda actuar con arreglo a parámetros confesionales. El Estado no puede guiarse por consideraciones religiosas y estas mismas doctrinas no pueden ser la medida de la legitimidad de las normas jurídicas. ¿Significa esto que sus criterios de actuación no se rigen por un conjunto de valores? Para nada debe entenderse así. La neutralidad del Estado no implica vacío axiológico, antes bien, el Estado se identifica con un conjunto de valores que constituyen su propia ética. Son los valores superiores de justicia, libertad, igualdad, pluralismo que define la Constitución en su artículo primero y los fundamentos del sistema de convivencia que se deducen de las normas que regulan las relaciones sociales. Este es el mínimo ético imprescindible para la convivencia que, por serlo, es susceptible de aplicación general. Vengamos a la escuela para centrar el segundo debate. A la pregunta de si hay que enseñar esos valores cívicos en el espacio educativo hay que contestar afirmativamente. Enseñar y practicar, pues el centro educativo es en todo un espacio de ejercicio de los valores ciudadanos. Hay varias posibilidades y en España se optó por la Educación para la Ciudadanía. Ahora bien, lo importante es que cualquier fórmula que se utilice no puede ser para una parte del alumnado. Si se trata de valores generalmente compartidos porque están en la base de la convivencia y se identifican con la moral pública, son valores de aplicación igualmente universal en el sistema educativo.

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Los valores superiores de justicia, libertad, igualdad y pluralismo deben enseñarse en la escuela

En los centros públicos también se enseña religión. Es un problema, porque no resulta fácil justificar que el Estado laico y, por tanto, neutral cargue con la obligación de proporcionar enseñanza religiosa. La cuestión viene, como es archisabido, del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede de 1979. En él, el Estado asume el compromiso, que muchos tildan de inconstitucional, de impartir enseñanza religiosa en todos los centros públicos en condiciones equiparables a las demás asignaturas fundamentales. Aunque nada dice sobre esto el Acuerdo, la interpretación que desde siempre mantiene la Iglesia es que para garantizar la equiparabilidad la religión debe ser evaluable y puesto que la asignatura religión debe ser, obviamente, voluntaria, habría de ir acompañada por una asignatura alternativa para quienes no desearen cursar religión, porque en otro caso se produciría una carga suplementaria, es decir, una asignatura más para quienes optaran por la asignatura confesional. Apareció entonces en ciertos niveles educativos una asignatura de ética alternativa a la religión, con un doble efecto pernicioso: de un lado, la “ética civil”, por así decirlo, solo era cursada por un número de alumnos, no por todos, pues otros podían sustituirla por la doctrina religiosa, y, de otro, se provocaba el fenómeno de que unos alumnos se veían obligados a cursar una asignatura en virtud del derecho de otros a elegir.

Por tales razones, la LOGSE rompió con este esquema. Mantuvo el compromiso asumido en 1979 (cuya cancelación hubiera exigido una opción política de gran envergadura), aunque declarando sin efecto la evaluación para el caso de concurrencia de calificaciones. Pero lo más importante es que consideró que la alternativa no podía constituir una asignatura formal ni mucho menos una ética ciudadana contrapuesta a una ética religiosa. Se diseñó una actividad alternativa consistente en el “estudio asistido por un profesor sobre las enseñanzas mínimas”, que deberían seguir aquellos que no optasen por la religión. La Iglesia consideró el sistema lesivo por insuficiente y se plantearon varios recursos contra los decretos que regulaban la cuestión. El Tribunal Supremo falló el tema en 1994. Anuló los decretos, aunque, para sorpresa de todos, incluidos los recurrentes, por la razón contraria a la suscitada: resulta que la alternativa era demasiado potente, porque permitía a los alumnos que la eligieran preparase mejor para el estudio de las demás asignaturas fundamentales.

Así las cosas, el Gobierno propuso elaborar un nuevo modelo, cuyos elementos fundamentales eran una alternativa consistente en un conjunto de actividades escolares sobre determinados aspectos de la vida social y cultural, por supuesto no evaluables, y una asignatura con carácter general en algunos cursos de la enseñanza obligatoria sobre los alcances culturales del hecho religioso. Las conversaciones con la Conferencia Episcopal estuvieron abiertas durante un buen tiempo y, ante la falta de acuerdo, el gobierno optó por poner en marcha el sistema. Este es el régimen de 1994 que, con adaptaciones, idas y vueltas, se ha venido manteniendo en su esencia hasta hoy.

El Estado ha de legislar de acuerdo con la neutralidad que manda la Constitución

Ahora se acaba de presentar un nuevo proyecto educativo que, al parecer, recupera la alternativa evaluable bajo la forma de una asignatura sobre valores éticos, al tiempo que hace desaparecer la Educación para la Ciudadanía. Es una opción política. No se puede amparar en la obligatoriedad del Acuerdo de 1979, que nada dice de una alternativa a la asignatura de religión. Tampoco en que el modelo concreto deba ser acordado con la Iglesia; bienvenido sea el pacto, pero si no es posible el Estado no puede hacer dejación de sus responsabilidades y ha de legislar de acuerdo con la neutralidad que manda la Constitución, como sucedió en 1994. Por otra parte, no hay acomodo en el currículo para una asignatura sobre valores cívicos. En mi criterio, nada justifica un modelo que obliga a los alumnos a cursar una asignatura formal derivada del ejercicio por otros de su derecho a elegir y que, además, permita la instalación en nuestro sistema de una doble moral pública, una religiosa y otra ciudadana. Se trata de una pura decisión ideológica que seguramente pretende salir al paso, como muchas veces se ha oído, de la progresiva secularización de la sociedad española supuestamente promovida desde ciertos sectores sociales y políticos de izquierda.

El problema de fondo, la presencia de la asignatura de religión en el currículo escolar con arreglo al pacto de 1979 tiene su tratamiento político. Mientras no se solucione de acuerdo con pautas plenamente constitucionales, especialmente la regulación del profesorado de religión, que es el asunto que más dudas plantea, hay que tratar el problema de la equiparación, la alternativa y su evaluación del modo más conforme con la legítima y obligada laicidad del Estado. Se puede avanzar en este camino, pero la reforma supone un paso atrás y recupera la polémica sobre un asunto delicado. No conviene alejar del consenso político y social el tratamiento de estas cuestiones. Muchas veces se ha dicho que en el tratamiento de los grandes temas lo más valioso es garantizar la estabilidad. Pero si de imponer una opción ideológica se trata, ¿cómo podría pretenderse la asepsia cuando se produzca una nueva mayoría política?

Gustavo Suárez Pertierra es catedrático de Derecho eclesiástico del Estado. Fue el primer Director General de Asuntos Religiosos de los Gobiernos socialistas y Ministro de Educación entre 1993 y 1995.

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