Olvidados
Los escritores que luchan por ser conocidos y recordados me dan un poco de risa
Los olvidados suelen ser mejores que los recordados, más interesantes. La lista de los olvidados disminuye por un lado y aumenta por el otro. En una época no existía en la memoria común José Lezama Lima, el autor cubano de Paradiso; después empezó a existir, y ahora lo hemos olvidado de nuevo. Caprichos de la memoria, se podría decir. O de la justicia literaria. Los escritores que luchan por ser conocidos y recordados, los que difunden por internet la menor de sus producciones, los que corren y sudan la gota gorda, me dan un poco de risa. Es decir, no me infunden verdadero respeto. Hay que aguantar, hay que tener paciencia. Hay que hacer como Fernando Pessoa, el poeta portugués, que declaraba que la fama era una cuestión plebeya (con este adjetivo preciso), y que cuando salía de su oficina para tomarse una copa de vino, le decía a su jefe que tenía una reunión importante con el señor Perales. El señor Perales era el mesonero del bar de la esquina. Si usted huye del mal gusto, como decía el joven Pablo Neruda, cae en el hilo. Si usted se toma en serio, cae en el más completo ridículo.
Estuve hace algunas semanas en la provincia francesa de Picardía, en la ciudad de Compiègne. Miré el mapa, como aficionado que soy a los mapas, en esta época de orientación electrónica, y descubrí que estaba a muy poca distancia del pueblo de Gournay. Conozco Gournay por María de Gournay, la joven que le escribió una apasionada carta de amor a Miguel de Montaigne, ¿amor literario, amor físico?, en un momento en que ella tenía 22 años y él 55. Pues bien, descubrí algo que me pareció más bien inquietante: que nadie en Gournay tiene la menor idea de quién era Marie de Gournay. Si el pueblo recordara a su María, tendrá algún interés, pero en la actualidad no tiene ninguno. Ella perseveró en su pasión literaria, se transformó en la editora póstuma de los ensayos de su maestro y padre por elección, consiguió llamar la atención del cardenal Richelieu, recibió una pensión vitalicia suya, pero en su pueblo, en su provincia, junto a la casona familiar que a ella le gustaba llamar castillo, nada. Me hubiera gustado decírselo a su alcalde, y me imagino su reacción. A lo mejor me habría preguntado que dónde queda Chile. Y yo habría contestado a su pregunta con la mayor amabilidad, con toda clase de indicaciones y detalles. Chile, fértil provincia y señalada… Así habría podido comenzar.
Hay que hacer como Pessoa, que declaraba que la fama era una cuestión plebeya
Pues bien, Marie de Gournay, que entregó la mitad de su vida al señor de Montaigne, que escribió una novela sobre esos amores y un ensayo en defensa de las mujeres, que editó y prologó los ensayos mucho después de la muerte del maestro, sólo es recordada hoy entre pequeños grupos feministas y uno que otro profesor universitario. Doblo esa página y un amigo, durante unas breves vacaciones en Comillas, frente al Cantábrico, me propone visitar el pueblo no demasiado lejano de Oña. A mí se me encienden luces mentales. Usted encuentra Oña en el mapa si baja de Santander, antes de llegar hasta Burgos. Me imagino que existe alguna relación entre ese lugar, y ese nombre, y nuestro Pedro de Oña, el autor de Arauco Domado, el primer poeta de lengua española nacido en Chile, el furibundo contradictor de don Alonso de Ercilla y La Araucana. Mis amigos del norte de la península, a todo esto, no han escuchado hablar nunca del poeta nuestro, que nació en Angol, llamado en el siglo XVI Angol de los Confines, pero cuyos antepasados probablemente provenían de estas regiones montañesas. Hago una esforzada excursión y encuentro tantas huellas de don Pedro de Oña en Oña como de María de Gournay en Gournay. A todo esto, la única persona de España que ha leído con atención y con entusiasta admiración a Oña, que yo sepa, es el poeta Pedro Gimferrer, que ahora se llama Père o algo muy parecido. La contradicción entre Oña y Ercilla es una paradoja interesante. Oña, chileno de origen español, católico ferviente, vivía al lado de la Araucanía y le tenía mucho miedo a los malones, a los ataques de las tribus araucanas. Detestaba el paganismo en todas sus formas, y sobre todo en su forma supersticiosa, la de los invunches y las meicas tribales. Don Alonso, en cambio, poeta cortesano, oriundo de Bermeo, hombre de cultura clásica, llegaba a los escenarios de guerra del sur de Chile, en medio de la maravillosa selva austral, entre volcanes, ríos profundos, lagos comunicados, y sentía que Lautaro, Colo Colo, Caupolicán, eran héroes de la mitología antigua, semidioses de un mundo ignorado. Don Pedro se dedicó a describir la barbarie primitiva, con versos barrocos admirablemente cincelados, con no menos erudición clásica que la de su rival literario, lo cual, para un hijo de soldado nacido en Angol de los Confines, no deja de ser extraordinario, y don Alonso, el hombre de corte, poeta soldado, cantó a sus adversarios mapuches en octavas reales. Las estrofas de Oña sobre la brujería en el sur del mundo, en aquellos confines, son oscuras, sombrías, maestras. Las octavas reales de Ercilla son doradas, admirativas. A Ercilla, en su contienda personal con el jefe de su expedición, García Hurtado de Mendoza, le fue bastante mal. Obtuvo algunos cargos menores, a su regreso a España, y murió olvidado, desdeñado, en su pueblo natal. Oña, en cambio, se instaló en Lima, la capital del Virreinato, y prosperó. Después, la posteridad fue mezquina con él y generosa con Ercilla. Por razones que no son estrictamente literarias. Propongo ahora un ajuste de reconocimientos: celebrar las octavas reales del poeta soldado de Bermeo y aplaudir también los deslumbrantes versos barrocos del hombre de Angol y de Oña.
Jorge Edwards es escritor.
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