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Tribuna
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La prueba que no pesa

Llega un momento en que nos preguntamos quién es dueño de nuestros datos y qué uso hace de ellos

En 1997, cuando arreciaban los rumores acerca de “una becaria” de la Casa Blanca a la que faltaba aún poner rostro, un periódico sensacionalista británico contrató a un skip tracer —un investigador privado especializado en rastrear el paradero de personas desaparecidas— para que la encontrase. Le dijeron que se llamaba Monica Lewinsky, pero no por qué la buscaban. El detective consiguió dar con su dirección, llamó para verificarla fingiendo ser un repartidor de UPS, y por la noche se enteró, por las noticias, del porqué de su misión. Este investigador, Frank M. Ahearn, fue el mismo que, en 2005, fue contratado para borrar el rastro de un recepcionista de hotel a quien el actor Russell Crowe tiró un teléfono a la cabeza. El objetivo esta vez no era facilitar el acceso de los medios a una persona “buscada”, sino, todo lo contrario, impedírselo.

Ahearn, después de más de 20 años dedicado a localizar fugitivos, dirige ahora con su mujer una agencia en Nueva York que asiste y asesora a personas que quieren “desaparecer”: mujeres acosadas, deudores perseguidos, testigos y delatores que temen una venganza. Uno diría, en una primera impresión, que no hace falta hallarse en situación tan dramática para alimentar el deseo de desaparecer, o al menos de no ser buscado ni encontrado. El mismo Ahearn piensa ahora que Eric Schmidt, presidente de Google, se merecería ver expuestos sus propios “esqueletos” cada vez que afirma que nadie debería meterse en Internet si tiene cosas que ocultar; y a Mark Zuckerberg, presidente de Facebook, quien ha sostenido que la intimidad ha dejado de ser una norma social, le replica que la intimidad tendría que ser algo definido por uno mismo, y no por una ley o una tecnología.

La intimidad tendría que ser algo definido por uno mismo y no por una ley o una tecnología

Pero ¿realmente no definimos nosotros mismos nuestra intimidad? Ahearn llama a la era de la información “distopía digital” y posiblemente sea cierto que nunca en la historia habíamos estado tan documentados. YouTube, Facebook, la blogosfera y tantos otros nuevos canales se nutren prolijamente de las palabras e imágenes que les confiamos, y gracias a Twitter podemos dejar testimonio puntual, fehaciente y comúnmente impresionante de nuestras acciones (“Y ahora a la camita a escuchar la radio y leer un poco mientras llega el sueño”, Ana Rosa Quintana, 22/V/12), opiniones (“No me gusta Cuenca”, Elsa Pataky, 15/XI/09) y estados de ánimo (“Mi pena arde a 451 grados Fahrenheit. Muere Ray Bradbury”, Juan Diego Botto, 6/VI/12). Dejamos, en fin, pruebas por todas partes. El espinoso dilema de hasta qué punto puede considerarse privada la información que uno mismo hace pública no puede resolverse en serio si antes no se considera el sentido de tanta exposición. ¿Acaso no cree uno interesante —interesante para los demás— lo que uno va publicando? Y ¿acaso lo interesante que publicamos no va haciéndonos interesantes, poquito a poco, a nosotros mismos? En la práctica de la exposición, el trémulo deseo de validación de nuestras habilidades sociales se une a la laboriosa composición de un autorretrato fotogénico.

Claro que lo que es fotogénico en un contexto no tiene por qué serlo en otro, y esa foto borrachos con los pantalones bajados, que tan oportuna hemos juzgado para nuestras amistades, no queremos que la vea nuestro jefe si estamos de baja. También nos preguntamos, molestos, qué habremos hecho, o dónde habremos entrado, para recibir spam con temerarias sugerencias de alargamiento de pene, o llamadas a horas intempestivas para que nos cambiemos de compañía eléctrica o telefónica. Llega un momento en que nos preguntamos quién es dueño de nuestros datos y qué uso hace de ellos. Sabemos que Facebook nos interpreta, además de para personalizar la publicidad de nuestra cuenta, para priorizar la información que recibimos de unos u otros amigos, y que Google ordena los resultados de nuestras búsquedas, en teoría para satisfacer nuestras preferencias. (Debo decir aquí que no dudo de que Google tenga grandes planes para mí pero de momento parece entender que lo único que quiero es comprar libros en Amazon.)

Es posible, pues, que nos hayamos puesto en manos de otros, y que la amenaza de control nos aconseje medir cuidadosamente el alcance de nuestra proyección. La vieja historia de la libertad vigilada dispone, sin embargo, de paliativos. El secreto, por ejemplo, está previsto por las redes sociales, que nos permiten encauzar la distribución de nuestra información y elegir quién va a saber qué. Internet ha recuperado además la jouissance del anonimato, que podemos ejercer ruidosamente, alardeando de nuestra audacia y confesándola, si acaso, para que vean con quién tratan, a unos pocos íntimos off line. La destrucción de pruebas también está contemplada. Recientemente, recordando ciertas osadías escritas hace un par de años por un brillante bloguero, las busqué para citarlas. Habían desaparecido. Tuve que escribir personalmente al autor para pedirle que me permitiera recuperarlas (y, todo sea dicho, las sacó amablemente de su escondite y las puso a mi disposición).

La inflación de datos, por pura economía, conduce a su devaluación

No leyendo osadías precisamente (de eso nunca hay que arrepentirse), sino fulminantes obviedades me he preguntado alguna vez si llegará un día en que alguien se arrepienta de haber dejado tantas pruebas vergonzosas a la vista de todo el mundo. Como vemos, no es necesario arrepentirse: basta con borrarlas. Es más, ni siquiera es necesario borrarlas. En la telebasura —y de forma análoga en los debates públicos y en las campañas virales de desprestigio— es frecuente que algún robusto tertualiano acuse a otro y clame cargado de razón: “¡Está grabado! ¡Que pongan el vídeo!”. Suele repetirlo: “¡Que pongan el vídeo!”. Normalmente no lo ponen —¿para qué?— pero, si alguna vez lo hacen, el efecto es muy curioso. El acusador sigue clamando satisfecho, el acusado no se da por aludido o lo niega todo, igual de satisfecho, y al fin nunca, nunca pasa nada.

La inflación de datos, por pura economía, conduce a su devaluación. Y la ansiedad de tener público rebaja, ciertamente, el peso de la prueba, porque a lo mejor no es tan importante lo que esta revele de nosotros, sino su función en el mantenimiento de nuestra presencia, en la construcción de nuestro personaje. Una de las iniciativas más románticas de los últimos años —la web Seppukoo, dedicada a la desactivación ritual, a modo de suicidio, de perfiles, que sustituía por una nota necrológica— fue desautorizada y bloqueada por Facebook, en virtud de su “estatuto de derechos y responsabilidades”. No es que nadie, realmente, quiera desaparecer: nadie quiere tampoco que desaparezcamos.

Luis Magrinyà es escritor, traductor y editor en Alba Editorial. Entre sus últimos libros están Habitación doble (Anagrama, 2010) y Cuentos de los 90 (Caballo de Troya, 2011).

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