Secretos arbitrarios
El blindaje de la diplomacia española a la publicación de documentos es antidemocrático


Que la diplomacia requiere de una cierta confidencialidad, nadie lo duda. Pero tampoco hay que exagerar. Los historiadores y los ciudadanos tienen derecho a conocer lo ocurrido hace 20 o 30 años, y a saber algo más sobre cómo se gestionan los asuntos de nuestros días. Sin embargo, a raíz de las filtraciones en 2008 de los documentos de Guantánamo, sobre los vuelos de la CIA que autorizó el Gobierno de Aznar, y justo antes de los Wikileaks que en el otoño de 2010 pusieron al descubierto miles de telegramas diplomáticos de EE UU y que revelaron mucho sobre la diplomacia española, ésta se blindó.
Fue el ministro Moratinos quien entonces impulsó un acuerdo del Consejo de Ministros, que se ha dado a conocer casi dos años después, para clasificar como secretas o reservadas determinadas materias, de una forma tan amplia que está haciendo imposible la labor de los historiadores. España, a diferencia de muchos otros países, carece de una norma oficial para desclasificar documentos, o de una ley para forzar a las Administraciones Públicas a revelar algún papel del que se tenga conocimiento.
Hasta ahora se actuaba con flexibilidad y cierta sensatez. Pero la norma, de la que el anterior Gobierno no informó cuando la aprobó, es un paso atrás. Los historiadores tienen que ir a Berlín, a Londres o a Washington para enterarse de la opinión del Gobierno español respecto a China en los años ochenta, o a la desaparición de la República Democrática Alemana. Este exceso de secretismo, en nombre de la seguridad y la protección de las posiciones negociadoras de España, raya en lo ridículo.
Lamentablemente, el borrador de la futura Ley de Transparencia impulsada por el PP no cambia nada en la materia. El Gobierno se puede amparar en las mismas excepciones, o en el silencio administrativo. Lo que España necesita es dejar atrás el concepto de Ley de Secretos Oficiales, incluso la idea de transparencia, y avanzar hacia una ley de libertad de información, que, además, imponga un límite claro y razonable para la desclasificación de documentos oficiales. Depender de la arbitrariedad del Gobierno o del funcionario de turno es antidemocrático.
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