Agotado Sarkozy
El actual presidente no ha mejorado en su mandato los fundamentos de la economía francesa
La economía francesa, la segunda más importante de la UE, no dispone hoy de fundamentos mejores que los existentes antes de que su actual presidente, Nicolas Sarkozy, ganara las elecciones en 2007, el mismo año en el que se desencadenó la crisis económica y financiera global. El cambio que prometió Sarkozy cuando ganó aquella contienda electoral no ha tenido lugar. Es verdad que la crisis económica, su especial particularización en la eurozona, constituyó un episodio de suficiente significación como para que algunas decisiones quedaran seriamente condicionadas por la propia evolución de la inestabilidad económica y financiera. Pero aquella voluntad regeneracionista o las soflamas contra el propio sistema capitalista no se han traducido en nada concreto en la gestión de la crisis que con particular virulencia está afectando a la eurozona.
La economía francesa se encuentra cercana al estancamiento y con desequilibrios no muy distintos a los de algunas de las economías que con tanta frecuencia ha criticado Sarkozy durante la campaña. Apenas crecerá este año el 0,5% según el FMI. Su tasa de desempleo será equivalente al promedio de la UE, del 10%, y su balanza de pagos arrojará un déficit en la cuenta corriente del 2% del PIB, reflejo de una pérdida de competitividad, especialmente manifiesta en los últimos años frente a su principal socio comercial, Alemania. También el déficit público, estimado en el 4,6% del PIB este año, superará al promedio de la eurozona, mientras la deuda pública no bajará del 90% del PIB. Esa combinación de elevada deuda pública y bajo crecimiento son las principales señales que justificaron la degradación por una agencia de rating desde la máxima calificación crediticia. Aunque centralizada, su Administración pública no es menos compleja y redundante que la de Estados más próximos a una estructura federal.
El otro prisma desde el que puede juzgarse la actuación del Gobierno francés, su contribución a la gestión de la crisis de la eurozona, no ha sido precisamente favorable. Francia ha perdido predicamento y autoridad en el conjunto de Europa. Nunca antes existió la percepción de una subordinación tan marcada al imperativo alemán: a la imposición de políticas presupuestarias que han demostrado suficientemente su fracaso, no solo para garantizar una senda de recuperación en la eurozona, sino para alcanzar el más explícito de sus objetivos, el saneamiento de las finanzas públicas. De los desenlaces posibles a esta crisis todavía no cabe excluir la fragmentación o segmentación en el seno de la eurozona. Ni la entrada en dificultades de la economía francesa, de sus títulos de deuda pública o de su sistema bancario, con problemas no muy distintos a los que ahora están sufriendo Italia o España.
El evidente potencial de esa economía, el de sus muy importantes empresas, depende en gran medida de Europa: de la viabilidad de sus instituciones y, en especial, de la eurozona. Ello debería significar una actitud más consecuente con una gobernación común y un equilibrio de políticas económicas a cuya definición apenas ha contribuido el Gobierno francés en estos años. En su lugar, el presidente Sarkozy enarbola ahora banderas cercanas a sectores más extremistas de la oferta política, defendiendo el proteccionismo y la inmigración selectiva. O directamente trata de exhibir los males del vecino del sur
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