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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Explosión de deuda

El Gobierno ha de demostrar que puede exigir a las autonomías la austeridad pactada en Bruselas

La deuda autonómica se ha convertido en un problema grave para la estabilidad financiera española, aunque no pocos Gobiernos autónomos se empeñen en minimizarlo o, incluso, negarlo. Las estadísticas difundidas por el Banco de España no dejan lugar a dudas. El año pasado la deuda de las comunidades subió el 17,2% y se situó en 140.083 millones, el 13,1% del PIB. Los compromisos de estabilidad presupuestaria, siempre renovados con énfasis y nunca cumplidos, no han bastado para que la deuda venga creciendo anualmente desde 1995 a ritmo de récord. No es sensato, ni siquiera creíble, desviar la atención de la opinión pública culpando al Estado del desbordamiento financiero; y tampoco pueden quejarse ahora los ejecutivos de las autonomías de la profundidad de los recortes presupuestarios, porque fueron advertidos con mucha antelación, tanto en periodos de crecimiento como de recesión, de la necesidad de políticas austeras.

La explosión de la deuda autonómica tiene que ver con dos claras disfunciones financieras públicas, relacionadas entre sí. Las autonomías se han constituido históricamente como instrumentos de gasto que se pagaba con ingresos recaudados y cedidos, cada vez en mayor proporción, por el Estado. En épocas de bonanza ninguna comunidad aceptó la evidencia de que podía imponer sus propias tasas o gravámenes, porque tales decisiones hubieran acarreado, en los cálculos políticos de vuelo bajo, un coste inaceptable en las urnas. Pero el caso es que cuando los impuestos nacionales y regionales se han hundido, las Consejerías de Hacienda se ven obligadas a imponer recargos que probablemente tenían que haber impuesto mucho antes. Y todo con menos eficacia recaudatoria y más irritación ciudadana que si se hubiesen decidido a tiempo.

Tampoco hay que olvidar que en no pocas ocasiones los Gobiernos regionales tienen que pagar servicios para los que no han recibido la debida financiación. Por todo ello, el Gobierno central tiene que aplicarse a construir un sistema de financiación que sirva para épocas de prosperidad y de recesión, que implique a la política económica de las comunidades y que ponga fin a una amenaza persistente de quiebra que, de concretarse, arruinaría los esfuerzos de solvencia exterior. El Gobierno se juega en este envite la credibilidad; ha de demostrar que puede imponer a los Gobiernos autónomos la austeridad que ha comprometido en Europa.

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