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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La divisoria de aguas del mercado de trabajo

Nada sería peor que prosperase la vertiente problemática y que la negociación en la empresa se centrase en proteger salarios, horarios y ocupaciones antes que en mantener y acrecentar un empleo remunerado con arreglo a su productividad, versátil y adaptable a las cargas de trabajo

EVA VÁZQUEZ

Uno de los malentendidos más frecuentes sobre la capacidad de las reformas estructurales del mercado para crear empleo se refiere a la temporalidad de estos efectos. Poco a poco se abre paso en el debate la constatación de que este tipo de reformas no crean empleo a corto plazo, incluso pueden destruirlo si se aplican por una de sus vertientes más peliagudas que es la de la reducción de los costes del despido. Pero también se acepta que a medio y largo plazo sus efectos deben ser beneficiosos.

La temporalidad de los efectos de toda reforma estructural es ineludible: un corto plazo problemático, al menos en potencia, y un medio y largo plazo prometedor, igualmente en potencia. Un balance positivo, en definitiva, a fiado. Pero también hay una contrapartida a corto plazo de ese balance, eso sí, inmaterial: la confianza. Como ven todo cogido con alfileres.

En la reforma del mercado de trabajo, que el Gobierno adoptó por Real decreto Ley 3/2012 el pasado 10 de febrero, ha pasado algo desapercibida una de sus principales motivaciones: hacer la economía más competitiva. Los análisis de la misma han versado fundamentalmente sobre las implicaciones para el empleo derivadas de los ajustes de plantillas y la flexibilización de las condiciones salariales, de jornada, funcionales, etc. que sufrirán los trabajadores.

Los incentivos nunca han servido para crear empleo neto, sino para distorsionar la asignación de trabajadores a vacantes en función de su compatibilidad funcional

También se han centrado en otros dos objetivos declarados: la reducción de la dualidad de nuestro mercado de trabajo mediante la equiparación parcial de los costes de despido entre contratos indefinidos y temporales y las medidas urgentes para crear empleo a través de las bonificaciones e incentivos a la contratación.

Esta reforma tiene dos grandes grupos de medidas bien diferenciadas: aquellas que se pueden “pesar, medir y contar” y las que no. Entre las primeras se encuentran un nuevo tipo de contrato indefinido con costes de despido improcedente de 33 días por año trabajado con dos años de tope. Nótese, un nuevo tipo de contrato. También se puede medir, pesar y contar la objetivación de las causas del despido procedente, con costes de 20 días por año trabajado hasta un máximo de una anualidad, en función de la situación de las empresas (reducción de ingresos durante tres trimestres consecutivos o pérdidas durante dos), así como las bonificaciones e incentivos a la contratación.

La dualidad del mercado de trabajo no se eliminará hasta que se equiparen por completo los costes de despido de todos los tipos de contratos en ese momento, la temporalidad se habrá reducido a la estrictamente causal (interinidad, obra y servicio), que no tiene por qué conllevar indemnización por despido salvo por acuerdo mutuo entre la empresa y el trabajador, aunque sería bueno que los mantuviese para evitar un uso impropio de las figuras contractuales. La dualidad no se elimina prohibiéndola por decreto, como hace el RDL prohibiendo la concatenación de contratos temporales.

La contratación de trabajadores mediante incentivos sólo llevará a las empresas a marear a los trabajadores o a elegir a aquellos cuyo valor presente, incluida la bonificación, sea el más favorable. Ello excluirá a buenos trabajadores, efectivos o en potencia, a favor de trabajadores “normalizados” para cumplir los requisitos de los programas de incentivos. Pero no creará empleo neto per se si las empresas no tienen más demanda y crédito que en la actualidad. Los incentivos nunca han servido para crear empleo neto, sino para distorsionar la asignación de trabajadores a vacantes en función de su compatibilidad funcional, que es lo que importa para la productividad y competitividad de una empresa. Mejor hubiera sido ligar los incentivos al empleo a tiempo parcial.

La posibilidad de objetivar el despido por causas económicas, junto a la eliminación de la autorización administrativa de los ERE, va a conllevar un ineludible ajuste de plantillas. De eso no hay duda y la evidencia mediática disponible así lo indica. Pero la remoción de obstáculos al ajuste de plantillas hará más intensiva en empleo la recuperación de lo que ésta sería de no haberse reducido estos obstáculos. De manera instantánea, podría decirse, la tasa de desempleo estructural de la economía española ha debido de reducirse. Lo malo es que esta tasa de desempleo es inobservable y, en cualquier caso, debe estar muy por debajo de la efectiva, que es la que observamos y nos duele más directamente. La tasa de desempleo estructural aflorará mucho más tarde, pero su reducción permitirá un crecimiento no inflacionario del empleo durante todo el ajuste hasta el pleno empleo.

La reforma adoptada camina resueltamente hacia la máxima descentralización que cabe en la negociación colectiva

Más interesantes, pero igualmente problemáticas, en una primera lectura, son las medidas de la reforma que no se pueden pesar, medir o contar. Éstas se refieren a la flexibilidad interna que otorga a la empresa capacidad para descolgarse de las cláusulas salariales de un convenio de rango superior, reformular la jornada de trabajo o la asignación funcional de los trabajadores. Este tipo de obstáculos son los que hacen la diferencia en muchas empresas y determinan su verdadera competitividad, sea esta competitividad medida en costes o en un desempeño más productivo por mor de la flexibilidad. Ello requiere una negociación a la escala de la empresa, de hecho, por lo que la figura del convenio de empresa cobra especial relevancia.

Los aspectos problemáticos de este importante grupo de medidas son muchos, como también lo son sus aspectos más beneficiosos. Ambos tipos de efectos se sitúan, de hecho, a ambos lados de una especie de divisoria de aguas con vertientes de pendiente muy pronunciadas, que harán muy difícil revertir la trayectoria si la bola que parece rodar por dicha divisoria se orienta hacia la vertiente problemática. La fuerza que hará que la bola del destino laboral de nuestro país se deslice por una u otra pendiente es la litigiosidad en el seno de la empresa.

La reforma laboral adoptada camina resueltamente hacia la máxima descentralización que cabe en la negociación colectiva. Es bien sabido, entre los especialistas del mercado de trabajo, que los sistemas más centralizados y los más descentralizados de negociación colectiva son los que menores tasa de paro generan, mientras que un sistema a medio camino, como el español actual, genera una mayor tasa de paro. La reforma adoptada tiene pues un potencial indudable para crear empleo a medio y largo plazo. El Banco de España presentaba en su último boletín económico una simulación que atribuía una reducción significativa de la tasa de paro (de algo más de cuatro puntos porcentuales, desde un 20% inicial) en una economía que pasa de una negociación colectiva sectorial a una a escala de la empresa al cabo de cuatro años. Con todas las reservas respecto a la trasposición de estos resultados, para el caso de la economía española estaríamos hablando de más de un millón de empleos netos adicionales a medio plazo.

Como decía, la reforma adoptada podría crear muchos cientos de miles de empleos a largo plazo, no sin antes provocar ajustes de plantillas, a medida que quedan claras las nuevas cláusulas extintivas de los contratos, y distorsiones en la asignación de trabajadores a causa de las bonificaciones. Estos colectivos podrían contarse por unos pocos cientos de miles de trabajadores. En suma, un balance positivo con una temporalidad enervante.

Pero más enervante sería que una interpretación equivocada del potencial de la reforma, que incendiase la litigiosidad en las empresas, que, a su vez, llevase a la magistratura de trabajo a invalidar de hecho dicho potencial, se atravesase en el camino que esta reforma estructural debería recorrer sin cortapisas. En ello nos va precisamente la mejora de la competitividad de las empresas y de la economía española en su conjunto, el objetivo último de toda reforma estructural. En la divisora de aguas en la que se encuentra el futuro laboral y la competitividad de nuestra economía, nada sería peor que una fuerza inadecuada empujase la bola por la vertiente problemática y que la negociación en la empresa se centrase en proteger los salarios, los horarios y las ocupaciones antes que en mantener y acrecentar un empleo remunerado con arreglo a su productividad, versátil y adaptable a las cargas de trabajo.

José A. Herce es socio de Afi (Analistas Financieros Internacionales).

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