El olvido de la memoria
Con la sentencia de Garzón se cierra el paso a cualquier intento judicial de establecer la verdad y de reparar a las víctimas
Baltasar Garzón ha sido absuelto por su intento de investigar las atrocidades acaecidas durante la Guerra Civil y la postguerra. La noticia me produce una amarga alegría y la amargura se impone por varias razones: la declaración de inocencia tendría que haberse producido desde el principio, con inadmisión de la querella y evitando un procedimiento que ha estado cuajado de errores judiciales, que llevó a la suspensión cautelar del juez, que exhibió una obscena complicidad entre el instructor y la acusación y que ninguneó una y otra vez las voces muy autorizadas del fiscal y de la defensa. Por otro lado, la absolución de Garzón va unida a la “condena” de los que buscan verdad, justicia y reparación. Me explico: en la sentencia se dice que Garzón se equivocó —aunque no prevaricó— y que su investigación estaba impedida por la Ley de Amnistía, por la irretroactividad de la ley penal y por la prescripción de los crímenes del franquismo. Lo anterior supone que ningún otro juez podrá seguir el camino de Garzón, porque cualquiera que lo haga estará haciendo una interpretación y aplicación erróneas de la ley por contravenir la amnistía, la irretroactividad y la prescripción. Ya no hay que buscar al juez competente porque ninguno podrá evitar aquellos impedimentos.
Se cierra así el paso a cualquier intento judicial de establecer la verdad y de reparar a las víctimas. Cierto es que la impunidad “de hecho” empezó a consolidarse hace años, cuando el transcurso de los hechos ya dificultaba la identificación de responsables vivos y cuando los testigos fueron desapareciendo; ahora, la sentencia del Tribunal Supremo ha blindado la impunidad jurídica.
Ganada la impunidad en España, se abre la vía a la Justicia argentina que podrá investigar los hechos sin el obstáculo que hubiese supuesto una acción de nuestros Tribunales. Es decir, lo que la Justicia española no ha hecho frente a criminales españoles con víctimas españolas y por delitos cometidos en nuestro suelo, podrá hacerse en Argentina por aplicación del principio de Justicia Universal. Ese principio se basa en la idea de que las más graves violaciones de derechos humanos han de ser perseguidas, investigadas y juzgadas en todo caso y que, ante la negativa o imposibilidad de juzgar del Estado territorialmente competente, ha de encontrarse un juez fuera que lo haga para evitar la impunidad. Puede que funcione y que Argentina sea capaz de dar tutela efectiva a los españoles que todavía buscan el cuerpo de su abuelo o que quieren saber quién mato a su madre y por qué; pero debería darnos que pensar el hecho de que la única posibilidad de encontrar amparo judicial sea ir a buscarlo fuera de España.
Puede que Argentina sea capaz de dar tutela efectiva a los españoles que todavía buscan el cuerpo de su abuelo
Tras la sentencia que absuelve a Garzón y “condena” a la Memoria, puede afirmarse que hoy en España la única opción legal para encontrar verdad y reparación es la que suministra la Ley de Memoria Histórica. La respuesta de esta Ley es insuficiente y contraria al Derecho Internacional; además, consagra el silencio y el olvido colectivos y solo oferta a las víctimas y a sus familiares una especie de beneficencia o subvención para buscar su verdad y su reparación individual. Aquí es donde debe verse el gran obstáculo para recuperar la Memoria Histórica y no tanto en la Ley de Amnistía de 1977, tan criticada en los últimos años al considerarla el impedimento principal de cualquier persecución de los hechos criminales de la Guerra Civil y de la victoria que siguió.
No puedo compartir algunas de esas críticas. La Ley de Amnistía del 77 no fue un autoindulto o una autoamnistía equiparable a los que en otros países se otorgaron a sí mismos genocidas y dictadores. Nuestra Ley fue votada en Cortes por muchos, incluida la oposición antifranquista, y fue fruto de un pacto encaminado a transitar a la democracia. Cierto es que ese pacto hoy lo percibimos como injusto y asimétrico y realmente así fue: unos pusieron muy poco para seguir conservándolo todo, y otros pusieron mucho para conseguir muy poco, dejándose en el camino el recuerdo del sufrimiento y aceptando un silencio que hoy sigue pesando. No fue justo, pero probablemente no había otra opción en aquel convulso 1977 donde todo estaba todavía por ganar. Por eso creo que debería cesar la demonización de la Ley de Amnistía y debería reconocerse la legitimidad de los que la hicieron posible; legitimidad que les venía a muchos de ser ellos los que habían puesto un número muy grande de muertos, represaliados, desaparecidos y exiliados; basta pensar, por ejemplo, en el Partido Comunista.
Por otro lado, que nadie se engañe: la Ley de Amnistía no ha sido la única razón por la que se ha impedido que la Justicia española —y Garzón en concreto— actúe; hay más razones en la sentencia del Tribunal Supremo: la irretroactividad y la prescripción.
Debería cesar la demonización de la Ley de Amnistía y debería reconocerse la legitimidad de los que la hicieron posible
Creo que hoy las críticas han de dirigirse contra la ley de la Memoria Histórica aprobada en 2007, en un contexto histórico y político que ya lo habría querido para ellos los artífices de la Ley de Amnistía. También en 2007, poco antes, España firmó la Convención de Naciones Unidas contra la Desaparición Forzada en la que se establece el derecho a conocer la verdad para toda víctima que sufre por la desaparición de otro. “Tener derecho” a algo quiere decir que el Estado ha de poner todos los medios para garantizar el contenido del derecho y no, simplemente, que el Estado puede ayudarte si se lo pides. La Ley de Memoria Histórica no garantiza el derecho a la verdad, simplemente permite a los particulares ejercerlo privadamente con alguna subvención y sin pretensiones de crear una memoria colectiva. En este sentido puede afirmarse que nuestra Ley es contraria a la Convención de Desaparición Forzada.
Por otro lado, falta en la Ley de 2007 un mínimo que creo era exigible: la anulación de todas las sentencias dictadas durante la Guerra y la Dictadura por razones políticas; se declara su ilegitimidad, pero no se anulan, es decir no se les priva de realidad jurídica. La declaración de ilegitimidad no es suficiente porque supone decir, por ejemplo, que el abuelo fue condenado por ser republicano o concejal socialista, que la condena es hoy todavía válida, o sea, que el abuelo es un delincuente, pero que esa condena es injusta; por el contrario, una declaración de nulidad supondría decir que el abuelo nunca fue un delincuente. Les parecerá un pequeño matiz, pero es más: es la diferencia entre olvidar el pasado sin sanarlo y restablecer la dignidad.
La Ley de la Memoria Histórica no se ha propuesto reconstruir la verdad histórica, ni honrar a las víctimas colectivamente, ni recuperar todos los cuerpos de las cunetas, ni resarcir a los que hoy todavía siguen sufriendo; no habrá memoriales, ni Comisiones de la Verdad; el Estado no se hará responsable de recuperar la Memoria. Si a lo anterior se suma la impunidad fáctica y jurídica ya consolidada, entonces el resultado es el silencio como única opción legal de lo colectivo y la subvención para algún interés privado.
¿Es esto todo lo que se ha conseguido después de 37 años? Eso parece: las víctimas que hoy siguen reclamando justicia, verdad y reparación penden de un hilo y la Memoria está condenada al olvido.
Araceli Manjón-Cabeza Olmeda es profesora titular de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid.
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