Ay, Lomloe
La conversación educativa vive actualmente en un clima inhóspito y fracturado en el que muchos anhelamos un debate serio y constructivo sobre la necesidad de repensar la enseñanza
Hay mucha gente a la que la última reforma educativa le duele. La norma que derogó los desvaríos mercantilistas de la Lomce —con su quiebra del sistema de becas, sus mecanismos segregadores, retorcidas reválidas y recortes viscerales— nos sumerge una vez más en un bucle de hastío y desazón, aprovechado para enconar disputas y popularizar voces mediáticas influyentes que, mediante una queja sonora que se hiende, se alzan como timones de la protesta, sin ofrecer nada concreto a cambio.
Venimos de otra ley nacida sin consenso y rechazada en cada vértice, y así lo constataron estudios como el realizado por la Universidad Autónoma de Madrid en 2016, donde un 80% del profesorado encuestado se manifestó en contra de la Lomce. Si ahora se repitiera un sondeo similar con la Lomloe, los datos arrojados podrían ser parecidos: la octava ley educativa de la democracia española enfrenta y duele, con un dolor que, descontextualizado, pudiera recordar al de la España noventayochista.
La marea verde que llenó calles de movilizaciones hace algo más de un lustro ha sido sustituida por el desconcierto, un estadio variopinto de confusión que se desliza como una serpiente sobre todo en ciertos medios; una mezcla de congoja y crispación a la vez que se sigue abonando el terreno, sin darnos cuenta, para que crezca el tallo de posiciones neofascistas, que en medio de este clima hostil, se erigen con nefastas soluciones a los problemas de nuestro país.
La ley que se gestó y aprobó en plena crisis sanitaria duele, ahora que pronto va a cumplir dos años en vigor. La propuesta que, con todas sus fisuras —que las tiene—, puso sobre la mesa la fractura socioeconómica de unas políticas ambiciosas de escolarización universal que fallaban en lo esencial (elevadas tasas de abandono educativo, las peores cifras de repetidores de la Unión Europea, el impacto del fracaso escolar en los niños más desfavorecidos, etcétera) no termina de penetrar en el ADN de la cultura docente, que es lo que mueve los hilos del sistema educativo. Ya lo decía Antonio Bolívar: “Lo que ha de cambiar no se puede prescribir porque los cambios en la práctica dependen de lo que piensen los profesores.”
A lomos del galimatías curricular
Duele porque, siempre desde el respeto a la impronta heterogénea de esta profesión, parece aprovecharse el galimatías curricular para expandir entre una parte del profesorado un relato de hastío y desinformación que reacciona ante necesarios avances que, más allá de las leyes, nacieron para blindar muchas conquistas sociales alcanzadas y pugnar por conseguir las restantes. Sin entrar en el debate sobre lo que se necesita para que se materialicen los principios expuestos en la Lomloe (es evidente que detrás hay un asunto de recursos e inversión), lo que está claro es que ese discurso tintado de un supuesto marxismo cultural ignora, aunque parezca paradójico, las situaciones concretas coyunturales que afectan a las minorías castigadas, esas que, en un eterno retorno, son condenadas a permanecer sentadas en la última fila, encadenadas al pupitre de la marginación: nadie de esta corriente explica con exactitud, sin ambigüedades y con evidencias, cómo esa emancipación libertadora en forma de educación puede llegar a estas minorías infrarrepresentadas sin pasar por la concepción de la educación como un bien común al alcance de todos.
En esta línea, esa vertiente que reacciona de forma cruel y a veces burlona contra cualquier intento de cambio —no solo contra las leyes— permanece en determinadas posiciones, alojada en el perenne motivo de que cualquier tiempo pasado fue mejor, también en la escuela. Se disfraza en el tapiz de un locus amoenus educativo en el que, al parecer, los que avanzaban lo hacían solo porque se esforzaban, entendido el esfuerzo no como una condición indispensable, sino como un estigma meritocrático individual que nos acerca a ideologías neoliberales dentro del simplista “si tú quieres, puedes”.
En ese pasado, en cambio, germinaba en un hábitat perenne el analfabetismo, que castigaba en especial a las mujeres y a los más desfavorecidos. Y eso nunca debemos olvidarlo, como parte de la necesaria memoria histórica que tenemos que defender los que creemos en los valores de la democracia. Se ramificaba también en ese tiempo vetusto la cultura de la invisibilización de niños con discapacidades para los que jamás se impulsó ningún atisbo de entorno inclusivo, porque era más fácil seleccionarlos y apartarlos por su condición para seguir invisibles en el furgón de cola social. Anclada a la pata de la injusticia colectiva pervivía una educación que separaba y clasificaba en función del origen y la condición social, familiar y personal, por lo que entonar el “a mí siempre me fue bien” en ese contexto era fácil para los que salimos adelante, mientras otros —más del 30% de la población escolar hace treinta años— se quedaban en la cuneta. Porque, claro, nosotros, adalides del conocimiento, nos esforzamos, dicen. Y eso también duele, pero en este caso le duele a quienes más sufren un trágico determinismo social que no pueden evitar.
La presunta democratización del saber que propugna esta variante condena al profesorado para que se sienta como un Sísifo moderno cargado de tareas inútiles, aprovechando esa continua sensación de que, ciertamente, estamos sobrepasados. Y ello con tal de que nada cambie (o al menos lo que no interesa) y dentro de este ambiente de despersonalización social que ya anunciaba Bauman en La sociedad individualizada (Cátedra, 2001), no como parte de un verdadero discurso emancipador, sino lo contrario: una ingeniería en forma de placebo discursivo, repleta de verdades ilusorias, que se nutre del aliento impotente de masas de docentes exhaustos al final de un túnel en el que la complejidad eclipsa a los que estamos en los centros.
Me atrevo a decir que esta tendencia se mueve, como parte de un campo de acción-reacción, dentro de una ideología estéril, de tono beligerante, para anular a los defensores del compromiso pedagógico; disfrazada de relevadora y crítica, pero con un conservadurismo de fondo que poco tiene que ver con el corpus que hace más de siglo y medio, por ejemplo, defendió Henry David Thoreau, impulsor de una verdadera noción de denuncia, hasta cierto punto también desafiante, pero con la diferencia de que aquella se anclaba en la justicia social y en el diálogo para la cohesión, mientras que esta busca oleadas de vítores, además de estadios de desunión y enfrentamiento que empujan a la fractura de nuestra sociedad.
Apelación a las emociones
Ahora los derroteros van por otro lado: tras la careta de ismos superfluos como parte de la inventiva de elaborados juegos verbales de la posmodernidad, no hay esperanza, ni tampoco una suerte de criticidad dialógica que, como mantenía Bell Hooks en Enseñar a transgredir, busque “hacer de las prácticas docentes un lugar de resistencia” que nazca de la colectividad; ni siquiera se sustenta en propuestas concretas como alternativas a lo que llaman pedagogismo. Se apoyan, en cambio, en la continua apelación a las emociones matizada con el sesgo del superviviente, con incapacidad demostrada de hablar de inclusión, ecologismo, diversidad en el alumnado, feminismo, racismo, homofobia, cooperación, equidad o derechos humanos: no parece ser parte del debate educativo, de ese saber que se pretende universalizar (objetivo loable que muchos compartimos) sin decir, en plena era de la incertidumbre y desde su retórica inflamada, cómo hacerlo sin dejar atrás a los que siempre se han quedado fuera del discurso dominante.
Este movimiento al que le hiere cualquier atisbo de cambio fagocita, bajo una presunta bandera ilustrada, la búsqueda de soluciones a los problemas del mundo actual a través de ese carácter experiencial que debe tener la pedagogía en el binomio acción-reflexión del que hablaba Jaume Trilla en La moda reaccionaria en educación (Laertes educación, 2018). Expanden, para ello, en su “cámara de eco” rumores antipedagógicos no contrastados como, por ejemplo, que existe un supuesto desprestigio del conocimiento y un ataque a la memoria. Todo ello llevado a lo arbitrario, a lo sesgado, cuando justo lo que pretende la personalización del aprendizaje es que todos, con sus singularidades, puedan —guiados por el docente— incorporar saberes que están en múltiples fuentes y soportes a su memoria, aspecto que, por su envergadura, debe ser el cimiento que justifique la necesaria bajada de ratios.
Esos entresijos de la memoria y el aprendizaje, indisociables en su complejidad como forma de hacer que nuestras experiencias sensoriales cobren sentido, tal y como lo concibe Héctor Martín en Los secretos de la memoria (Ediciones B, 2022), pueden ser explorados mediante nuevas estrategias y metodologías bajo el paraguas de muchas investigaciones contrastadas. Pero ahí seguimos, en un clima inhóspito y fracturado en el que muchos anhelamos un debate serio y constructivo sobre la necesidad de repensar la enseñanza; un clima en el que al final quedarán las huellas del dolor de los que siempre pierden, en medio de este fuego cruzado en el que hemos convertido la educación española en nuestra democracia. Ay, Lomloe.
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