Las caras del dinero migrante: “Enviaba dinero cada semana para que comiesen lo que nosotros no pudimos”
Detrás de cada remesa hay una historia de desarraigo y precariedad, pero también de solidaridad y esperanza
Mareas de dinero mueven el mundo en una suerte de trasvase de países ricos a pobres. En 2022, el último año completo para el que hay registros, las remesas de los migrantes a sus países de origen movieron 647.000 millones de dólares (566.000 millones de euros), según el Banco Mundial, que en junio pasado calculaba 656.000 millones de dólares para 2023. Unas cifras que no pararon durante la pandemia ni cesarán en los próximos años, según los análisis de organismos internacionales. Desde China, México y Venezuela llegan estas cuatro historias sobre renuncias, trabajo, precariedad, perseverancia y una gran solidaridad.
“Durante mucho tiempo el dinero me rendía”
La hija de Zuleika García envía cada mes 100 dólares, medicinas y productos de higiene y de limpieza a su familia en Venezuela
La venezolana Zuleika García, de 72 años, ya jubilada tras una vida profesional consagrada a la educación, vive con su marido —también pensionista, tras cinco décadas de trabajo— en un apartamento de clase media de Caracas. “Di clases en prescolares, en educación primaria, y también trabajé en educación superior, en varios institutos de carreras técnicas, públicos y privados. Durante mucho tiempo el dinero me rendía”, relata. Eso dejó de ser así hace unos años, alrededor de 2013, mucho antes de que su hija decidiese salir de Venezuela rumbo a España.
“Acá le iba bien…”. Fue profesora de arte en la Universidad Católica y la Universidad Central mucho tiempo, pero la situación económica y social se deterioró demasiado y finalmente se fue. Era 2020. Desde entonces, los 175 bolívares (8 dólares) de su jubilación por tres décadas de servicio, los 130 bolívares del Seguro Social, así como algunos subsidios menores, se ven complementados por alrededor de 100 dólares, medicinas y productos de higiene y de limpieza –”acá son caros”– que su hija les envía mensualmente. “Puede ser más o menos, en función de las necesidades”, añade. Pero es, de largo, su primera fuente de ingresos.
“Nos vamos para poder mejorar”
Zhou Tiantian, de 30 años, se crio gracias al dinero que su padre, Zhou Jun, enviaba desde España a su familia en Henan, en el centro de China.
Los padres de Tiantian ejercieron como funcionarios de una empresa estatal, hasta que, como muchos de sus compatriotas, perdieron su empleo durante las rondas de recortes de 1998 y 2004, bajo las nuevas políticas de reforma económica. El señor Zhou emigró a Alicante en 2004, donde trabajó como cocinero en varios restaurantes asiáticos mientras que su esposa, en paro, y su hija, de entonces 11 años, permanecían en su natal Zhengzhou. En los más de 15 años que residió en la ciudad valenciana coincidió con otros paisanos, como Ma y Qin, quienes también ayudaban a sus cónyuges e hijos a subsistir en Henan.
Tiantian, que vive desde este verano en Singapur, afirma que los adultos de su generación emigran “para mejorar su carrera”, pues, en general, la población china ya no depende tanto de las remesas, como sí ocurría a finales del siglo XX. Según el Banco Mundial, en 2004, las remesas supusieron más de un 0,3% del PIB del país, una cifra que se ha estabilizado en torno al 0,1% en los últimos cinco años. En 2023, el gigante asiático recibió 50.000 millones de dólares por esta vía, 1.000 menos que un año antes. Jun, de vuelta en China desde antes de la pandemia, disfruta junto a su mujer de su jubilación, mientras que Tiantian se centra en “progresar en lo personal y lo profesional”. Su marido, sin embargo, sí envía “con frecuencia” a sus padres parte del dinero que “ahorró en yuanes” cuando trabajaba en Pekín; sus progenitores, campesinos de la provincia oriental de Shandong, no gozan de una pensión.
“La plata dura muchísimo menos”
A Diana García, enferma de epilepsia, no le es suficiente con los ingresos que obtiene por el quiosco que regenta: “Cuando necesito algo urgente, les pido a mis hijos”, asegura.
A sus 49 años, Diana García y su esposo administran un quiosco desde 2012, después de dejar su trabajo como profesora de secundaria. En los cuatro últimos años, sin embargo, el empeoramiento de la situación económica venezolana le ha obligado a pedir ayuda a sus hijos, emigrados a España, “para completar el presupuesto”. Durante un periodo, la ayuda ha sido fija —”100 o 200 dólares al mes”—; ahora, sin embargo, va en función de las necesidades: “Me mandan cuando necesito algo, cuando les pido alguna cosa urgente”.
Los hijos de García aún están en trámites para obtener los papeles en España, lo que limita sus ingresos y la capacidad para enviar dinero a sus padres. “Lo que más mandan son medicamentos, ya que yo sufro de epilepsia. El fármaco que yo consumo acá se consigue poco”. A veces, la ayuda es por temas concretos: “Estoy reparando el baño de la casa, y le pido ayuda a ellos para completar el pago”.
Su principal fuente de ingresos, con todo, sigue siendo el establecimiento que regentan. “Lo hemos ido equipando. Al comienzo nos iba bien, pero hemos tenido altibajos”, dice. En el último lustro, sin embargo, la situación se ha deteriorado: “Este año [2023] ha sido duro: nos hemos empobrecido. Antes yo podría ahorrar con lo que vendía aquí, pero ahora no saco lo suficiente. Las ventas han caído, y hemos tenido que reducir mucho los márgenes de ganancia para tener unos precios competitivos”. La gente, dice, ha dejado de comprar; solo lo fundamental. Y el dinero que le llega desde España tampoco da para tanto como antes: “Con lo que mi hija me mandaba, resolvía problemas: 100 dólares mensuales rendían, compraba comida para la casa, para el perro, cierta charcutería… Lo que me manda ahora me ayuda, pero la plata dura muchísimo menos”. Es la mejor definición de inflación a pie de calle.
“Enviaba dinero cada semana para que comiesen lo que nosotros no pudimos”
Las hermanas Luna Mendoza dejaron Puebla (México) hace 30 años para probar suerte en EE UU. Una travesía que les ha permitido sostener a sus padres y a sus hijos.
Migrar ha sido tabla de subsistencia para las tres hermanas Luna Mendoza. De cuna agrícola, ambas crecieron entre mazorcas de maíz, campos de frijoles, rábanos y calabazas en Santa Inés Ahuatempan (Puebla). Al crecer, el dinero y alimento escasearon. Sin oportunidades para estudiar o trabajar en este pueblo de menos de 6.500 habitantes, decidieron cruzar ilegalmente a EE UU a finales de la década de los ochenta. La primera en emigrar fue la mayor, Cira Dominga. Luego fue el turno de Rafaela. Y en 1993 Ramona alcanzó a sus hermanas en California. Tenía 26 años y dejaba a sus dos hijos pequeños a cargo de sus padres: “Es doloroso para uno que se va para intentar salir adelante. No es porque uno quiera dejar a la familia: es la necesidad de dejarles una mejor estabilidad a los hijos y a los padres”, relata hoy.
Durante más de una década, Ramona y sus hermanas se dedicaron a limpiar casas de lujo en Los Ángeles. Ingresaban entre 55 y 65 dólares diarios. Con la permanente incertidumbre, eso sí, de ser deportadas. Ramona solo pensaba en trabajar para enviarle dinero a los suyos: “Cada semana les enviaba 150 a 200 dólares para que ellos comieran lo que nosotras no pudimos comer; para que ellos tuvieran un juguete que nosotros nunca tuvimos”. Tras 13 años separada de sus hijos, en 2007 Ramona decidió volver a sus orígenes. Fue la única que regresó, porque sus otras dos hermanas echaron raíces en EE UU. Su prioridad era volver con sus hijos, ya adolescentes, para ganarse de nuevo su cariño e intentar recuperar el tiempo que no había estado con ellos. No ha sido sencillo, confiesa, pero lo ha conseguido a golpe de paciencia: “Cuesta mucho trabajo, porque fueron 13 años que uno se desconecta y en los que uno actúa como una máquina: trabajar, trabajar y mandar el dinero”.
Hoy, con 56 años, dedica sus días a cuidar a sus padres, de casi 90; a atender las cosechas; y a administrar el dinero que sus hermanas siguen enviando puntualmente para pagar a quienes ayudan a Ramona en el campo y para sufragar los gastos de sus progenitores. “Ayudan bastante”, sentencia. En Santa Inés Ahuatempan, las remesas siguen siendo una parte fundamental de la economía: solo este año, el pueblo ha recibido casi 500.000 dólares, según las cifras del Banco de México.
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